La Joven De Las Rosas - Kretser Michelle de. Страница 2
1789
Una despejada tarde de verano de 1789, unos labriegos que trabajaban en los campos de Montsignac, un pueblo de Gascuna, vieron caer del cielo a un hombre.
El globo habia sobrevolado unas crestas boscosas hasta llegar a ese valle. Los labriegos, irguiendose uno tras otro, se protegieron los ojos del resplandor del sol contra un fondo de seda azul y carmesi. Suntuoso y amenazador, el objeto pendio del cielo como un signo de Dios o del diablo.
A continuacion se produjo un gran estruendo seguido de fuego, y un hombre cayo en picado a tierra.
Era el 14 de julio. El mundo estaba a punto de cambiar.
1
Stephen abrio los ojos y se enamoro.
Era justo y natural que pasara eso: como tantos de su generacion, el creia en el coup de foudre, el relampago que revela el estado de las cosas entre un hombre y una mujer.
– Un angel -suspiro, sin importarle quien pudiera oirle.
Ella volvio la cara quedando fuera de su campo de vision. Se oyo un energico aranazo.
El estaba recostado sobre cojines en un sofa color carmesi labrado con conchas. La luz entraba oblicuamente, salpicada de motas, y habia fragancia de rosas. Recorrio con la mirada las viejas vigas, donde habia rastros de flores pintadas, azules y rojas, y las paredes sin empapelar. Pero, como siempre, en lo que realmente reparo fue en los cuadros: el grande que tenia ante si mostraba a una doncella con una cesta de fruta, y los demas no eran mejores. Habia imaginado que en Francia seria diferente.
Un criado de avanzada edad, alto y delgado como un clavo, le sirvio de una licorera que habia en una bandeja de plata. El bebio un sorbo (?era brandy?) de algo que le hizo atragantarse y miro alrededor en busca de la joven.
Ella estaba sentada junto a la ventana, la cabeza inclinada sobre una pequena prenda de vestir que cosia. Pero una nina de unos ocho anos, de rostro solemne y abrumada por el peso de unos rizos oscuros, se planto ante el.
– ?Estas malherido? Si sobrevives, ?me dejaras montar en tu globo?
– Mathilde, alguien que ha sufrido un accidente no esta debidamente preparado para oir tu conversacion. -Stephen volvio la cabeza y vio a un hombre fornido con un chaleco amarillo mostaza, de pie frente a la chimenea-. Auguro a nuestro invitado una recuperacion mas rapida si te retiras de su proximidad. Y te llevas contigo a Brutus.
Impasible, la nina siguio mirando a Stephen con expectante curiosidad.
– Adoro a los ninos -dijo el sonriendo-. Son tan… inocentes y al mismo tiempo tan perceptivos en su comprension del mundo.
– Oh, no… otro discipulo de Rousseau -dijo la nina con indisimulada decepcion-. Yo no soy asi en absoluto.
Mientras hablaba, en el otro extremo de la estancia aparecio algo. Stephen vio una forma negra y achaparrada, un morro aplastado, una formidable y protuberante quijada que dejaba a la vista una hilera de colmillos amarillos. Rapida y sigilosamente, la aparicion se acerco a el con paso suave y le hundio el frio morro entre las piernas.
Los nudillos de Stephen se pusieron blancos alrededor de su vaso.
Una mujer alta, cuya presencia no habia advertido previamente, exclamo:
– ?Brutus!
El animal retiro ligeramente el morro y estornudo, esparciendo gotitas alrededor. Sus ojos amarillo ambar miraban con fijeza y no trataban de negar la mala opinion que tenia del intruso.
– No te preocupes -dijo la nina con amabilidad-. No muerde a mucha gente ultimamente. Antes era mucho peor.
– Confio en que la inteligencia le resulte reconfortante. -El hombre corpulento cruzo la habitacion, obligando al perro a ceder terreno a reganadientes. Stephen se encontro a si mismo levantando la vista hacia unas amplias cejas grises y unos ojos castanos y perspicaces que parecian sujetar una enorme nariz ganchuda-. Jean-Baptiste de Saint-Pierre -dijo, tendiendole la mano-. Bienvenido a Montsignac.
– Stephen Fletcher. -Intento ponerse de pie pero Saint-Pierre no se lo permitio, indicandole por senas que volviera a recostarse en los cojines.
Unos ojos castanos y amarillos reanudaron el pausado examen de su persona. Finalmente:
– ?Ingles?
– Estadounidense.
– ?De veras? Entonces sin duda puede opinar sobre los pavos.
Stephen acababa de decidir que un pavo debia ser algo totalmente distinto en Francia cuando su anfitrion anadio:
– Pero habla usted muy bien nuestro idioma.
El lo identifico como una pregunta.
– Me temo que exagera. Pero mi madre era francesa, y desde la muerte de mi padre hemos vivido con su familia.
La explicacion parecio satisfacer a Saint-Pierre.
– Bien, senor Fletcher, no parece haber sufrido danos graves como consecuencia de su inesperado descenso entre nosotros.
Llevaba fuera de casa el tiempo suficiente como para saber que se estaba burlando ligeramente de el. En el Viejo Mundo las conversaciones requerian ejercicio, una serie de saltos entre las palabras y su posible significado. Eso era algo con lo que no habia contado.
– No. Quiero decir… -Cambio de postura para experimentar y se arrepintio-. Mi tobillo… -Bebio mas brandy y pregunto-: ?Que ocurrio?
– Los relatos no coinciden. Basandome en las pruebas disponibles, he llegado a la conclusion de que usted salto de un globo que habia estallado en llamas. Por fortuna, aterrizo en uno de mis almiares. Lo trajeron aqui unos aldeanos. Hemos enviado a alguien a buscar al medico, pero la ciudad queda a varios kilometros.
Una de las jovenes -no el angel, sino la alta- dijo:
– Padre, si el caballero se ha danado el tobillo, se le hinchara. Convendria que se quitara la bota.
A lo que el criado avanzo con un crujido.
– Insensato -comento a nadie en particular, entre cordones de botas.
– Permitame que le presente a mis hijas, senor Fletcher -dijo Saint-Pierre-: Mathilde, a quien ya ha conocido. Luego esta Sophie -ella inclino la cabeza con timidez-, y Claire, la mayor.
El angel lo miro a los ojos y sonrio. No un angel, despues de todo, penso Stephen, sino la Madona en persona, con ese vestido azul. (Aunque quiza no tanto con el modo en que se le adheria al cuerpo.)
– Madame la marquesa de Monferrant -murmuro Saint-Pierre con la cabeza, ladeada, observando imparcial.
Inadvertidamente el dorso de la mano de Stephen golpeo la licorera, arrojandola al suelo. El perro se abalanzo sobre el y cerro las fauces alrededor de su espinilla.
2
Jean-Baptiste Saint-Pierre tenia veinticuatro anos cuando Jean Jacques Rousseau publico El contrato social. El filosofo era una figura controvertida, hasta radical; a Saint-Pierre el libro le parecio fastidioso e ingenuo aunque apasionadamente razonado. Sus gustos se inclinaban mas hacia el cinico ingenio de Voltaire, cuyo Candido habia adquirido en la edicion suiza anonima original de 1760 y conservaba desde entonces en su mesilla de noche.
Sin embargo, cuando el tiempo hubo aplacado los fastidios del sentimentalismo y la excesiva retorica, Saint-Pierre descubrio que los argumentos de Rousseau se hallaban alojados cual perlas dentro de el. El ginebrino pedia justicia social, predicaba la bondad innata de la naturaleza, alegaba que el contenido sustancial estaba por encima del estilo frivolo. Saint-Pierre se quedo entusiasmado con todo ello. Lo que no es de extranar: todos somos, de forma innata, pensadores egoistas y perezosos, y las filosofias que defendemos son inevitablemente las que mejor concuerdan con nuestras necesidades e inclinaciones. Saint-Pierre, pese a su agudeza intelectual, no era una excepcion.
Era heredero de una de las grandes familias surenas de la noblesse de robe, la nobleza judicial, distinta de la militar. Pero si habia nacido bien arropado en el privilegio aristocratico, la vida lo habia instruido sobre la endeblez de tal envoltura. Los problemas de su familia habian empezado con el padre de Jean-Baptiste, que a los veintidos anos habia renunciado a la Toulouse que lo habia visto nacer por el brillo de la capital. Por supuesto, era un joven rico, ambicioso, de notable brillantez. Las provincias se le habian quedado pequenas como un traje raido.
Tenia contactos sociales, en el sequito real, y legales, en los tribunales supremos del soberano. Asi fue como obtuvo una sinecura menor -Guardian de Esto y lo Otro Reales- en el Versalles de Luis XV, y tambien un cargo en el tribunal de apelacion de Paris. Un ano despues contraia matrimonio con la hija del presidente del tribunal. Su futuro se desplegaba ante el cual alfombra de oro.
Entonces descubrio dos cosas de si mismo: tenia aficion y talento, o eso creia, para el juego, y estaba enamorado, desesperada e irreversiblemente, de una mujer que no era su esposa. Acudia de noche a las mesas de juego con una bolsita de oro en cada mano, y se marchaba silbando al amanecer con los bolsillos vacios. Le parecia necesario gastar cada vez mas en Versalles, para estar cerca de la belleza de cabello castano que sostenia en su regordeta mano su corazon, como un tembloroso pajaro cantor. En las ocasiones en que la suerte lo acompanaba le compraba esmeraldas, que era lo que ella mas amaba en el mundo.
Su hijo asociaba Paris con ruidos (su madre llorando y tosiendo, voces enojadas) y Versalles con olores (su padre tenia una serie de pequenas habitaciones mal ventiladas cerca de los aposentos privados reales). Jean-Baptiste vivia para los veranos que pasaba con los padres de su padre en su hacienda de Montsignac, en Gascuna; dias largos, irreflexivos, solitarios, jugando en bosques y senderos llenos de flores. Habia perros, prados, vinedos, trinos de pajaros, la verde extension del rio. Era el preferido de su abuela, el orgullo de su abuelo. Alli no habia ninguna madre con los ojos enrojecidos farfullando detras de un panuelo, ni ningun padre con la cara colorada gritando que tenia que hacerse, que la tierra tenia que ser vendida y que, de todos modos, solo era una medida provisional. Ningun nino de expresion severa se mofaba de el -sus picos picoteando, pee, pee, pee- a causa de que el padre de Jean-Baptiste solo fuese un magistrado de provincias con infulas y no un verdadero cortesano (a diferencia del padre del nino) ni un comandante militar (a diferencia del padre del nino), y estaba terriblemente endeudado (al igual que el padre del nino, pero eso no es lo mismo cuando se es cortesano y comandante militar).
Su madre llego tosiendo a una muerte prematura. Su padre lloro de remordimientos, estrechando a su hijo contra su pecho. A traves del abrazo, el hijo vio a su padre coger un brazalete de piedras rojas y verdes del tocador de la fallecida y meterselo en el bolsillo.