El Abisinio - Rufin Jean-christophe. Страница 24

Entretanto, los enfermos que Poncet habia tratado volvian con excelentes noticias. Cada dia se oia el relato de una curacion espectacular. El padre De Brevedent, sin explicarse la razon, no podia por menos que rendirse a la evidencia y reconocer que el muchacho tenia un autentico don. Sabia ganarse la simpatia de las personas que vivian horas amargas y consolarlas en su dolor, pero tambien sabia granjearse su amistad en los momentos mas corrientes de sus vidas. Le bastaba mirar a un nino para que este le dirigiera una sonrisa. Incluso las bestias se calmaban en su presencia. Los perros callejeros, indolentes y temerosos, que desconfiaban de los humanos, le seguian instintivamente por la calle, aun cuando no les diera nada. Esta sintonia con todas las criaturas de Dios se acercaba mas a las necedades de san Francisco y sus seguidores que a la austeridad de san Ignacio. El jesuita consideraba aquello como simples chiquilladas. Ahora bien, al igual que los idiomas, las creencias locales, en suma, al igual que todo lo que no servia para nada, tambien los dones de Poncet se podian poner solapadamente al servicio de la fe verdadera. Era un buen pasaporte para Abisinia, y habia que sacar provecho de ello, simplemente.

Al fin estaba todo preparado para la partida. Pasarian la ultima velada en el palacio para cumplimentar la invitacion que habian recibido, y por la manana empezaria a moverse la caravana. Las regiones que debian atravesar eran peligrosas, de modo que decidieron viajar de dia.

Poncet estaba descansando un poco en su habitacion cuando alguien llamo a su puerta. Estaba casi seguro de que se trataba de un mensajero que venia a implorar su presencia para curar a algun enfermo en la ciudad. Fue a abrir y en la puerta se encontro con un mocoso de tez oscura, con la cabeza rapada y medio desnudo, que le tendia una nota. Poncet la desdoblo. Estaba escrita en frances: «Siga al nino y venga a verme.»

Las letras estaban en mayusculas, para que la escritura pareciera anonima, y el mensaje no estaba firmado.

Poncet decidio despertar al padre De Brevedent, que dormia en una habitacion de la planta baja, y le pidio que le acompanara. Luego volvio a abrir el cofre ya preparado, de donde saco una espada que se sujeto en el cinto, y confio al pobre jesuita, espantado, un punal de dimensiones considerables. Cuando estuvieron listos, el nino los condujo por unas callejuelas banadas en las sombras del crepusculo. El corazon de la ciudad era un hervidero. A aquella hora en que cede el calor y los murcielagos empiezan a zigzaguear, los habitantes salian de sus casas ciegas y frescas como cavernas para saludarse de una puerta a otra.

Jean-Baptiste intento retener en la memoria el camino que seguian, pero se desoriento rapidamente. Al final fueron a parar a una pequena plaza en la que convergian tres callejones. En uno de los angulos, donde se distinguian dos ventanas cerradas con una celosia forjada, habia una casa de te como las que se encuentran en cualquier lugar de Oriente. Entraron. La sala estaba casi vacia; el suelo y los bancos de obra en derredor de las paredes estaban cubiertos con alfombras raidas, rojas y azules. Las minusculas lamparas de aceite dispuestas en bandejas de cobre cincelado despedian una luz calida. Un hombre sentado en la penumbra del fondo se levanto cuando ellos entraron, y Poncet llevo la mano a la empunadura de su espada.

– Amigo -dijo el hombre.

Poncet se quedo paralizado mientras la inmensa silueta se enderezaba en la oscuridad.

– Esa voz…

El desconocido avanzo unos pocos pasos hacia la luz de las mesas, luego se quito el sombrero de fieltro y se dejo ver.

– ?Maestro Juremi! -exclamo el jesuita.

Jean-Baptiste, que habia reconocido a su amigo en cuanto pronuncio la primera palabra, se abalanzo sobre el para darle un caluroso abrazo entre gritos de alegria. Para Poncet, el hecho de encontrarse nuevamente con su companero era un motivo de felicidad por partida doble pues aquel encuentro significaba tambien el final de su larga soledad teniendo en cuenta que Joseph le hacia poca compania. El maestro Juremi pidio cafes, vacio las tazas por la ventana, y vertio dentro el liquido transparente de un frasquito que llevaba en el bolsillo. Y brindaron por el reencuentro.

– Asi que el caballero franco eras tu -dijo Jean-Baptiste.

– No podia aparecer hasta que abandonaramos Egipto. Y puedo asegurarte que no ha sido por falta de ganas.

Ahora que se habian acostumbrado a la luz tenue de la lampara, Poncet distinguia mejor los estragos que el viaje habia infligido a su companero.

Tenia el rostro enflaquecido y los ojos hundidos.

– Y aqui he preferido esperar a que solventarais vuestros asuntos con el gobernador y no aparecer hasta la vispera de la partida. ?Que piensas de todo esto? ?Sera dificil unirme a vosotros?

– Tu dejame hacer a mi -dijo Poncet-. Nos hemos encontrado y no vamos a separarnos mas.

Ambos continuaron con sus efusiones jubilosas. El maestro Juremi volvio a llenar los vasos, que apuraron de un trago, y empezaron a reir y hacer bromas.

– Tendras que contarme tu viaje -dijo Jean-Baptiste-. ?Cuando decidiste unirte a nosotros? ?Como te las has arreglado para pasar desapercibido en Manfalout?

Sin dejar de beber, el maestro Juremi agito la mano para indicar que iba a responder. Pero de repente se oyo la voz afilada y falsa del jesuita, que se habia mantenido al margen de las manifestaciones de entusiasmo.

– Disculpenme -dijo-, pero me parece que la presencia de este hombre no entra dentro de los acuerdos que habiamos pactado.

Subitamente habia adoptado un tono autoritario; ya no era el criado obediente que simulaba ser. No parecia que el maestro Juremi hubiera advertido hasta entonces que el jesuita estaba alli.

– ?Y este que quiere ahora? -dijo mirando sin contemplaciones al padre De Brevedent.

– Estamos aqui -continuo el jesuita- por orden del Rey y bajo las instrucciones de Su Santidad el Papa. Esta mision nos incumbe a nosotros solos, y solo a nosotros. El consul dijo claramente antes de partir: ni hablar de que se mezcle en nuestra embajada un… alguien que…

En el rostro del maestro Juremi aparecio una mueca tan espantosa que el jesuita no se atrevio a continuar, y dejo la frase inacabada.

– ?Que se calle si no quiere recibir! -estallo el maestro Juremi, golpeando la mesa de cobre con el puno. Un ruido de cimbalos ensordecio la estancia, y el dueno del cafe aparecio rapidamente.

El jesuita opto por dirigirse a Jean-Baptiste, que parecia mas tranquilo, y que para bien o para mal era el dueno de la situacion.

– Senor Poncet, usted ha adquirido unos compromisos. Por muy lejos como vayamos, volveremos, al menos asi lo espero. Y tendremos que justificarnos. Por lo demas, si llevamos con nosotros a este hombre, nadie se va a creer que haya venido aqui sin su consentimiento. Diran que ha habido una premeditacion, que estaban confabulados.

El maestro Juremi lanzo un autentico rugido y saco su espada.

– ?Le voy a hacer trizas! -grito, abalanzandose sobre el jesuita.

Poncet se interpuso, pero siguieron los gritos. Un monton de curiosos se arracimaron en las ventanas y en el quicio de la puerta para observar aquel extraordinario acontecimiento: una pelea entre francos. Jean-Baptiste consiguio por fin desarmar a su amigo. Le empujo hacia el fondo del local y luego se volvio hacia el padre De Brevedent.

– Yo no he adquirido el compromiso de abandonar en medio del desierto a un amigo que necesite ayuda -dijo-. Sepa que no he intervenido en absoluto en esto, pero asumo todas las responsabilidades para que se quede con nosotros.

Luego, mientras tiraba de la manga al maestro Juremi y empujaba a Joseph delante de el, Jean-Baptiste anadio:-Vamos todos ahora mismo a la residencia del gobernador para arreglar los papeles.

Se alejaron de aquel hormiguero y volvieron a internarse en las callejas oscuras, siguiendo al pequeno mensajero que les habia guiado a la ida.

Como el gobernador tenia una deuda pendiente con Poncet por haber curado a su hija, no pudo negarle el favor que este le pedia, de modo que escribio para el maestro Juremi una carta de recomendacion dirigida al Rey de Senaar y al Negus de Etiopia. Hadji Ali, decepcionado por el apoyo que recibian los dos francos, acabo por comprender que seria un error llevarles la contraria. El padre De Brevedent volvio a ser Joseph, y en lo sucesivo se abstuvo de expresar sus opiniones. Torcio el gesto y en la parte inferior de sil rostro se dibujo de nuevo aquel mohin de abatimiento que solia darle un aire tan alicaido. Se volvio aun mas taciturno, y aunque hasta entonces el jesuita le habia dado muestras de una escasa simpatia, Jean-Baptiste se pregunto si no estaria celoso de ver juntos a los dos amigos.

Sea como fuere, el supuesto Joseph salio ganando pues al dia siguiente, gracias a los dos camellos que acarreaba el protestante y despues de dejar sus presentes al gobernador, el servidor dispuso de una montura.

El jesuita estaba totalmente convencido de que la aparicion del maestro Juremi habia sido una treta preparada de antemano con Poncet. Pero se equivocaba de medio a medio. Ambos tuvieron tiempo de explayarse hablando de ello durante las largas horas de marcha en la caravana. La verdad era que el protestante, reconcomido de remordimientos por haber dejado solo a su amigo frente a tantos y tan grandes riesgos, decidio de la noche a la manana emprender el viaje. Pero para evitar complicaciones con el consul y no forzar tampoco a Jean-Baptiste a mentir, practica que horrorizaba al maestro Juremi, prefirio no decir nada y reunirse con el en secreto fuera de Egipto.

Jean-Baptiste tuvo un presentimiento respecto a la identidad del misterioso franco que se escondia tan cerca de ellos, pero hasta el final no lo supo con certeza.

Tambien hablaron de El Cairo, donde el maestro Juremi se habia quedado una noche mas que su amigo. Habia abandonado la casa en el preciso momento en que la carroza que conducia a Alix y al padre Gaboriau doblaba la esquina de la calle.

– ?Estas seguro de que le han dado mi carta? -pregunto Jean-Baptiste con emocion.

5

Ahora que Alix conocia la naturaleza del brebaje que le habian prescrito al padre Gaboriau, ya no dudaba en recomendarle que aumentara la dosis. Aquel dia, apenas llegaron a la casa de los boticarios, le animo a beber un enorme vaso de un solo trago, y en menos de cinco minutos se quedo dormido. Apenas oyo el primer ronquido, Alix corrio a la terraza y llamo a su amiga, mirando hacia la ventana con los postigos cerrados.