El Abisinio - Rufin Jean-christophe. Страница 8
– Me parece -dijo con atrevimiento el consul- que la mejor manera de conseguir nuestro objetivo es sacar el mayor partido posible de las relaciones que Etiopia mantiene con nuestro pais.
– ?Cual es la naturaleza de tales relaciones?
– Son de dos tipos. De vez en cuando el Emperador envia un mensajero al patriarca copto de Alejandria para pedirle que nombre a un abuna. Manda la tradicion que el jefe de la Iglesia etiope, conocido como el abuna, sea un copto egipcio enviado a tal efecto. Pero no podemos depositar nuestras esperanzas en esta eventualidad, pues es demasiado imprevisible, ademas de poco probable.
– ?Y la otra posibilidad?
– La otra posibilidad son los mercaderes. Algunos anos llega aqui una caravana procedente de Abisinia para intercambiar sus productos en El Cairo y a lo largo de su trayecto.
– Creia que el Negus estaba en guerra con los musulmanes…
– Padre, tambien nosotros lo estamos con los turcos y sin embargo nos hallamos en este balcon, charlando tranquilamente. A veces no estaria de mas que los individuos aprendieran de la prudencia de que hacen gala los estados para tratar los asuntos con sus vecinos. Hay lazos que no se rompen jamas.
El senor De Maillet dijo estas ultimas frases con un ademan de cortesia para disimular la inmensa satisfaccion que a veces le inspiraba su propia persona.
– Excelencia -dijo el jesuita con una leve sonrisa para confirmarle que confiaba plenamente en el-, me encomiendo a vuestro consejo para encontrar una solucion que sirva a la causa del Rey.
El consul inclino la cabeza, henchido de una soberbia humildad.
El senor Mace regreso hacia las cinco e irrumpio en la residencia del consul tal cual estaba, empapado, con los cabellos aplastados por el sudor, con grumos de colorete en las mejillas, y sin molestarse apenas en esbozar una excusa.
– Ya lo decia yo -dijo fuera de si.-?El mercader?
– Hadji Ali en persona.
Poco a poco iba recuperando la respiracion, con una mano en el pecho.
– He hecho indagaciones por toda la ciudad. Todos creian que se habia ido, pero la suerte estaba de mi parte. Uno de mis confidentes lo vio ayer.
– ?Donde esta? -pregunto el consul circunspecto.
– Espera en el rellano. Excelencia, permitame explicarle…
Conforme iba recuperando el aliento, volvia a obrar con la formalidad que exigen las conveniencias sociales, lo cual era mejor para todos. El senor De Maillet no aceptaba de buen grado la familiaridad, cualesquiera que fueran las razones.
– Es un tramoyista -continuo el senor Mace-. Un bribon. No queria saber nada de Abisinia. He tenido que prometerle…
– Que, diga…
– Cien escudos.
El consul hizo un aspaviento.
– ?Como ha podido!…
– Por esa suma, hablara.
– ?Y que es eso tan importante que vale cien escudos?
– Excelencia, le pido por Dios que honre mi compromiso. Si no soy hombre muerto.
– Esta bien, pagare. Pero ?que ha dicho?
– Todavia nada.
– ?Se burla de mi! -exclamo el senor De Maillet, que parecia dispuesto a dejarle plantado.
– Excelencia, permitame. Hablara. Va a decirle lo que necesita el Negus.
El senor De Maillet titubeo un momento antes de tomar una decision.
– Y bien -dijo al fin con brusquedad-, ?a que espera para hacerlo pasar?
Hadji Ali era uno de esos hombres de los que resulta imposible precisar su origen. Era extremadamente delgado, a juzgar por las manos huesudas y las mejillas hundidas. Tenia rasgos finos, nariz aguilena, parpados abultados y una tez cobriza que le otorgaba el privilegio de parecer yemenita en Yemen, arabe en Egipto, abisinio en Etiopia e indio en la India. Incluso se le podia confundir con un europeo curtido por el tropico. No obstante, en esta ocasion vestia la tunica azul de los arabes, calzaba babuchas verdes y lucia un aro en la oreja derecha. Tomo la mano del consul entre las suyas, hizo primero una suerte de triple reverencia, luego se llevo la mano derecha al corazon y, para acabar, se beso los dedos.
Con el tiempo, el senor De Maillet se habia acostumbrado a condescender con estos formalismos recargados, pese a considerarlos lamentables zalamerias. Una vez concluido aquel interminable saludo, indico a su invitado una banqueta baja en la que este se sento, cruzando las piernas.
La conversacion se inicio lentamente, y el senor Mace empezo a traducir. Hadji Ali elogio la decoracion del consulado, la apostura del Rey a la vista del retrato, el sabor refrescante del jarabe de flores de hibiscus que le habian servido, y para terminar comento con melancolia que el sedentario, por muchas riquezas que tenga, nunca sabra lo que es gozar de la compania conmovedora de las estrellas, en las alturas, mientras duerme. El senor De Maillet se avino cortesmente a esta opinion, y eso fue todo.
El senor Mace hizo una senal al consul. Este fue hacia el escritorio en busca de una bolsa de cuero con la suma que le habia prometido y se la entrego al caravanero, quien la hizo desaparecer casi como por arte de magia. Acto seguido, Hadji Ali empezo a hablar del Negus. Le dijo que el Emperador se llamaba Yesu, que era el primero con ese nombre, y que tenia unos cuarenta anos. Anadio que se trataba de un gran guerrero, y que si bien en la actualidad su reino vivia en paz, habia librado numerosos combates.
– Los etiopes no necesitan nada -dijo Hadji Ali, adelantandose a una pregunta que el senor Mace habia pensado hacer-. Aquel pais abastece a sus habitantes de todo cuanto necesitan.
– No obstante, segun he podido saber -dijo el consul con delicadeza-, el Emperador le ha encargado ciertas cosas de Egipto…
Hadji Ah fue parco en su respuesta.
– «Nada de cosas» -tradujo literalmente el senor Mace, que considero oportuno intervenir.
– ?Como que «nada de cosas»? Entonces, ?que? -replico el consul.
– Yo no se nada, Excelencia. Tal vez animales.
– Pregunteselo.
El senor Mace tradujo la pregunta, y el mercader se echo a reir a mandibula batiente. Su boca abierta dejaba a la vista unos dientes rotos y negros empastados de oro, lo cual resultaba bastante repugnante. El consul estaba impaciente. Poco a poco, Hadji Ali fue serenandose y se seco los ojos.
– ?Puede explicarnos a que se debe tanto regocijo?
– Al parecer se debe a su pregunta -contesto el senor Mace.
– Yo estoy diciendo «No quiere cosas», y a usted se le ocurre decir «Animales». ?Es muy divertido! -dijo entre hipidos Hadji Ali, sin dejar de reirse.
– Querido amigo -dijo el senor De Maillet irritado-, a mi tambien me parece divertido. Ahora bien, si no son cosas ni tampoco son animales, me gustaria saber, ya que usted se ha comprometido a decirnoslo, que le ha pedido.
Hadji Ali volvio a adoptar un semblante seno.
– Busco a un hombre.
El senor De Maillet y el senor Mace cruzaron una mirada fugaz.
– Un hombre. Bueno, ?y se puede saber a quien?
– Es un secreto de estado que no puedo revelar a nadie -dijo el mercader con un tono que no admitia replica.
Se produjo un largo silencio en la estancia. Luego, el senor Mace hizo senas al consul para que volviera al escritorio y sacara otra bolsa. El senor De Maillet se resistia con toda suerte de ademanes aunque sin decir palabra, en tanto que Hadji Ali, con los ojos entornados, fingia no darse cuenta de nada. Al final, de puro cansancio y presintiendo que su objetivo estaba cerca, el consul termino por acceder, y una segunda bolsa desaparecio bajo la tunica del mercader.
– El ano pasado -empezo a decir Hadji Ali cuando tuvo la bolsa a buen recaudo- estuve enfermo.
El consul se horrorizo ante semejante comienzo.
– La cosa es…, la cosa es…
El senor Mace considero mas prudente no traducir estas palabras y esperar hasta que el camellero arrancara de una vez.
– La cuestion es que estuve enfermo -continuo- y he venido a El Cairo a tratarme pues los medicos arabes no encontraban remedio alguno para mi mal. Y ademas me merecen poca confianza. Siempre he creido que los medicos francos son mas habiles, asi que me acerque hasta la colonia, donde alguien me dio el nombre de un religioso, y fui a verle. Iba vestido como nosotros pero su habito era marron, con un cordel anudado a la cintura.
– Un capuchino -dijo el senor De Maillet con impaciencia.-Probablemente. Hay bastantes por aqui. Era un anciano casi ciego. Cuando le pregunte si sus poderes tambien hacian efecto sobre los creyentes en Mahoma me dijo que si. Y lo cierto es que me sano.
– Bien, me alegra saber todo eso -dijo el consul al interprete-. No obstante, tendria que comprender que su salud nos interesa muy poco. Preguntele en que nos afectan esos asuntos a nosotros.
– Regrese a Abisinia en la caravana de septiembre -continuo el mercader-. El Emperador me hizo llamar en cuanto llegue y, para mi grata sorpresa, quiso que hablaramos a solas. Fue entonces cuando me desvelo su enfermedad, que es muy parecida a la que ese franco me habia curado a mi.
– ?De modo que ha venido a buscar un medico! -dijo el senor De Maillet con el rostro encendido por la emocion.
Hadji Ah se inclino respetuosamente en senal de asentimiento.
– ?Podriamos saber si… lo ha encontrado? -pregunto el consul.
– Por desgracia -dijo Hadji Ali con el semblante tremendamente abatido- el viejo franco que me curo el ano pasado ha muerto durante la estacion seca. Tenia una edad muy avanzada, y probablemente el corazon…
– ?Que piensa hacer? -pregunto el consul.
– Esperar. Ala lo puede todo, si uno tiene confianza.
– Es una hermosa leccion de piedad -dijo el senor De Maillet con cierta impaciencia-, pero ?como se presenta el asunto… en la tierra?
– Otros religiosos francos de la misma orden que mi difunto curandero han prometido proporcionarme a alguien muy pronto. Para uno de estos dias esperan la llegada de uno de los suyos, que tiene fama en cuestiones de medicina. Viene de Jerusalen, y a estas horas ya debe estar aproximandose a Alejandria. Es cuestion de unas diez lunas, como mucho.
– En buena hora -dijo el senor De Maillet.
– Yo tambien me alegro de que llegue ese hombre -anadio el comerciante-, porque he agotado los remedios que me receto el anterior y debo procurarme otros nuevos.
– ?Se puede saber que enfermedad es esa? -pregunto el consul al senor Mace con cautela. Este se extendio en la traduccion, que aderezo con numerosos circunloquios.