Scaramouche - Sabatini Rafael. Страница 51
– Exactamente ?qu? es lo que se traen entre manos? -pregunt?-. ?Si te hacen representante de Breta?a no tendr?s escr?pulo en matar de una estocada al marqu?s?
– Si el se?or marqu?s as? lo desea, como sin duda suceder?, no tendr? ning?n inconveniente.
– Advierto la distinci?n. Eres muy ingenioso -dijo Danton entre burl?n y despreciativo, y volvi?ndose a Le Chapelier, a?adi?-: ?C?mo dices que empez? este***, como abogado, verdad?
– S?, primero fue abogado y despu?s saltimbanqui.
– ?Y he aqu? el resultado!
– Como si dij?ramos. Despu?s de todo, t? y yo nos parecemos en algo -dijo Andr?-Louis.
– ?Qu??
– Al igual que t?, una vez yo incit? a otros para que mataran al hombre que yo quer?a ver muerto. Por supuesto, t? dir?as que eso es una cobard?a.
Le Chapelier se prepar? para lo peor, dispuesto a separar a los dos hombres, pues un nubarr?n apareci? en la frente del gigante. Pero enseguida se disip?, y una gran carcajada vibr? en la habitaci?n.
– Me has tocado por segunda vez, y en el mismo sitio. Se ve que sabes esgrimir, muchacho. Seremos buenos amigos. Puedes visitarme en la rue des Cordeliers. Cualquier golfo en el barrio te dir? d?nde est? la casa de Danton. Desmoulins vive en los bajos. Te espero cualquiera de estas tardes. Para un amigo siempre hay una botella de vino.
CAP?TULO VIII Los espadachines 1
Despu?s de una ausencia de m?s de una semana, el se?or marqu?s de La Tour d'Azyr estaba de regreso en su esca?o de la Asamblea Nacional. En realidad, en aquel entonces ya se pod?a hablar de ?l como el ex marqu?s de La Tour d'Azyr, pues en septiembre de 1790, ya hac?a dos meses que se hab?a aprobado el decreto -puesto en marcha por Le Chapelier, ese bret?n que abogaba en pro de la igualdad de derechos- suprimiendo la nobleza hereditaria, pues as? como la marca con hierro candente o la horca no ultrajan a los posiblemente honrados descendientes de un malvado presidiario, tampoco el blas?n glorifica autom?ticamente al posible indigno descendiente de alguien que ha probado su val?a. De modo que aquel decreto envi? al basurero de la historia los escudos de armas que una ilustrada generaci?n de fil?sofos no toleraba. El se?or conde de La Fayette, que apoy? la moci?n, dej? la Asamblea convertido simplemente en el se?or Motier, el gran tribuno conde de Mirabeau pas? a ser el se?or Riquetti, y el marqu?s de La Tour d'Azyr se transform? en el se?or Lesarques. La idea surgi? en uno de aquellos momentos de exaltaci?n motivados por la proximidad del gran Festival Nacional del Champ de Mars, y sin duda los que se prestaron a ello se arrepintieron al d?a siguiente. De este modo, a pesar de ser una nueva ley, nadie se preocupaba por hacerla respetar.
En fin, que corr?a el mes de septiembre, y el tiempo era lluvioso, y algo de su humedad y de su lobreguez parec?a haber penetrado en el gran sal?n del Man?ge, donde en ocho hileras de verdes esca?os, dispuestos el?pticamente en gradas ascendentes en el espacio conocido como La Piste , se sentaban unos ochocientos o novecientos representantes de los tres Estados que ahora compon?an la naci?n.
Estaban debatiendo si la Corporaci?n que iba a suceder a la Asamblea Constituyente trabajar?a conjuntamente con el rey, si ser?a peri?dica o permanente, y si tendr?a dos C?maras o una.
El abate Maury -hijo de un zapatero remend?n, y, por consiguiente, en aquellos d?as de ant?tesis, orador del partido de la derecha- estaba en la tribuna y hablaba a favor de los privilegiados. Parec?a aconsejar la adopci?n de dos C?maras, sistema copiado del modelo ingl?s. M?s interminables y mon?tonos que su h?bito, sus argumentos adoptaban cada vez m?s la forma de un serm?n, y la tribuna de la Asamblea Nacional poco a poco se convirti? en un pulpito; pero los diputados, a la inversa, se parec?an cada vez menos a una congregaci?n de feligreses. Aquella pomposa verbosidad empezaba a inquietarlos, cuchicheaban entre ellos, se cambiaban de sitio, y en vano los cuatro ujieres con calzones de sat?n negro y pelucas empolvadas circulaban por la sala dando suaves palmadas y susurrando: «?Silencio! ?Vuelvan a sus esca?os!».
Tambi?n en vano sonaba continuamente la campanilla del presidente desde su mesa frente a la tribuna. El abate Maury hab?a hablado demasiado tiempo y ya nadie le escuchaba. Aparentemente se dio cuenta, ces? de hablar, y el zumbido de mil conversaciones a la vez se hizo general. Pero ese murmullo de colmena tambi?n ces? bruscamente. Hubo un silencio de expectaci?n, todas las cabezas se volvieron, los cuellos se estiraron. Hasta los secretarios, sentados alrededor de la mesa redonda que estaba bajo el estrado de la presidencia, salieron de su habitual apat?a para mirar al joven que por primera vez sub?a a la tribuna de la Asamblea.
– ?Andr?-Louis Moreau, diputado suplente del difunto Emmanuel Lagron por Ancenis, en el distrito del Loira!
El se?or de La Tour d'Azyr sali? de su melanc?lica abstracci?n. Cualquiera que fuese el sucesor del diputado a quien ?l hab?a dado muerte, deb?a ser objeto de su inter?s. Pero l?gicamente ese inter?s aument? a o?r aquel nombre y reconocer en aquel Andr?-Louis Moreau al joven sinverg?enza que incesantemente se cruzaba en su camino ejerciendo contra ?l una siniestra influencia que a cada instante le hac?a lamentar haberle perdonado la vida hac?a dos a?os, en Gavrillac. Que aquel joven pasara a ocupar el puesto del difunto Lagron le pareci? al se?or de La Tour d'Azyr algo m?s que una mera coincidencia, era un desaf?o directo.
Mir? al joven con m?s asombro que rabia, y experiment? una vaga inquietud, casi una premonici?n. Desde el primer momento, el abierto desaf?o que significaba la presencia de aquel hombre se manifest? de modo inequ?voco.
– Me presento ante vosotros -comenz? a decir Andr?-Louis- como diputado suplente para ocupar la plaza de uno de los nuestros que fue asesinado hace tres semanas.
Era una impresionante provocaci?n que al instante suscit? un clamor de indignaci?n entre los derechistas de la Asamblea. Andr?-Louis hizo una pausa y los mir?, sonriendo a medias.
– Se?or presidente -dijo-, parece que a los caballeros de la derecha no les gustan mis palabras. Pero eso no es de extra?ar, pues como es sabido no les gusta o?r la verdad.
Esta vez provoc? un alboroto a?n mayor. Los diputados de la izquierda rug?an entre risas e injurias mientras los de la derecha protestaban y profer?an amenazas. Los ujieres circulaban con m?s rapidez que de costumbre, y en vano trataban de imponer silencio. El presidente sacud?a su campanilla. Por encima de aquella algarab?a se oy? la voz del se?or de La Tour d'Azyr, quien se hab?a levantado para gritar:
– ?Saltimbanqui! ?Esto no es un teatro!
– No, se?or; pero se est? convirtiendo en el coto de caza de los espadachines asesinos -respondi? el orador y el griter?o aument?.
El diputado suplente mir? a su alrededor y esper? un momento. Cerca de ?l estaba Le Chapelier, anim?ndolo con una sonrisa al igual que Kersain, otro diputado bret?n amigo suyo. Un poco m?s lejos vio la gran cabeza de Mirabeau, echada hacia atr?s, mir?ndole con ojos asombrados. Y m?s all?, en medio de aquel mar de rostros, la cara cetrina del abogado Robespierre -o de Robespierre, como se hac?a llamar ?ltimamente asumiendo esa aristocr?tica part?cula como prerrogativa de un hombre de su distinci?n en la junta de su comarca. Alzando su cabeza cuidadosamente rizada, el diputado por Arras observaba a Andr?-Louis atentamente. Se hab?a alzado hasta la frente las lentes con montura de concha que usaba para leer, y ahora lo examinaba mientras en sus labios se dibujaba aquella sonrisa de tigre que despu?s ser?a tan famosa como temida.
Gradualmente el esc?ndalo fue disminuyendo hasta que pudo o?rse la voz del presidente. Inclin?ndose hacia delante en su asiento, se dirigi? con gravedad al orador:
– Se?or, si dese?is ser escuchado, os ruego que no se?is tan provocativo en vuestro lenguaje. -Y acto seguido se volvi? a los otros- Se?ores m?os, os ruego que conteng?is vuestras emociones hasta que el diputado suplente haya concluido su discurso.
– Tratar? de obedecer, se?or presidente, dejando toda provocaci?n para los caballeros de la derecha. Si las pocas palabras que hasta ahora he pronunciado han sido provocativas, lo lamento. Pero no pod?a dejar de aludir al distinguido diputado cuyo puesto no soy digno de ocupar, como tampoco pod?a dejar de referirme al acontecimiento que nos ha puesto en la triste necesidad de sustituirlo. El diputado Lagron era un hombre de singular nobleza de esp?ritu, abnegado, disciplinado, inflamado por el alto prop?sito de cumplir con su deber representando a sus electores en esta Asamblea. Pose?a lo que sus enemigos suelen llamar un peligroso don de la elocuencia.
El se?or de La Tour d'Azyr se retorci? al o?r aquella frase que tan bien conoc?a. Era su propia frase, la que hab?a usado para justificar el asesinato de Philippe de Vilmorin, y que, de vez en cuando, le echaban en cara con un tono tan vengativo como amenazador.
Y entonces la resuelta voz del h?bil C?zales, excelente espada del partido de los privilegiados, intervino aprovechando la moment?nea pausa hecha por el orador.
– Se?or presidente -pregunt? con gran solemnidad-, ?el diputado suplente ha subido a la tribuna para tomar parte en el debate de la constituci?n de las Asambleas Legislativas o para pronunciar una oraci?n f?nebre por el alma del finado Lagron?
Esta vez fueron los de la derecha quienes estallaron en carcajadas, j?bilo que a su vez interrumpi? el diputado suplente:
– ?Esas risas son obscenas!
Como buen bret?n, arrojaba su guante al rostro de los privilegiados, y las sonoras risas cesaron al instante convirti?ndose en gestos de furia reprimida. Andr?-Louis continu? solemnemente:
– Todos sab?is c?mo muri? Lagron. Hablar de su muerte requiere valor, re?rse de su muerte requiere otra cosa que no voy a calificar. Si he aludido a su fallecimiento es porque mi presencia entre vosotros necesita una explicaci?n. A m? me toca cargar con la responsabilidad que ?l ha dejado. No pretendo tener la energ?a, el valor, ni la inteligencia de Lagron; pero por pocas que sean las energ?as, el coraje y la sabidur?a que yo tenga, sabr? llevar esa carga. Y, para aquellos a quienes pueda interesar conf?o en que los medios empleados para silenciar la elocuencia de Lagron, no se adoptar?n para acallar mi voz.
Se oy? un d?bil murmullo de aplausos a la izquierda y risas desde?osas a la derecha.
– ?Rhodomont! -le grit? alguien.
Andr?-Louis mir? en la direcci?n de donde proced?a aquella voz, y vio que ven?a del grupo de espadachines que hac?an las veces de matarifes en el partido de la derecha. En un susurro, Andr?-Louis respondi?: