¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер. Страница 42
»-¿Y quién no hubiera tenido miedo? -pregunté yo-. ¿No viste con qué le golpeaban?
»-¿Cómo no iba a verlo? -preguntó Pablo-. Pero encuentro que murió muy mal.
»-En semejantes condiciones, todo el mundo hubiese muerto muy mal -le dije-. ¿Qué más quieres? Todo lo que pasó en el Ayuntamiento fue una cosa muy fea.
»-Sí -contestó Pablo-; no hubo mucha organización. Pero un cura debería haber dado ejemplo.
»-Creí que odiabas a los curas -le dije.
»-Sí -contestó Pablo, y se cortó más pan-; pero un cura español debería haber muerto bien.
»-Pienso que ha muerto bastante bien -dije yo-, para haber estado privado de toda formalidad.
»-No -dijo Pablo-; yo me he llevado un chasco. Todo el día estuve esperando la muerte del cura. Pensaba que sería el último que entrase en las filas. Lo esperaba con mucha impaciencia. Lo esperaba como una culminación. No había visto nunca morir a un cura.
»-Todavía tienes tiempo -le dije yo, irónicamente-: el Movimiento acaba de empezar hoy.
»-No -dijo él-; me siento chasqueado.
»-Ahora -dije- supongo que vas a perder la fe.
»-No lo comprendes, Pilar -dijo él-. Era un cura español.
»-¡Qué pueblo, eh, los españoles! ¡Ah, qué pueblo tan orgulloso! ¿No es así, inglés? ¡Qué pueblo!»
- Habrá que marcharse -dijo Robert Jordan. Levantó los ojos al sol-. Es casi mediodía.
- Sí -contestó Pilar-. Vamos a marcharnos ahora mismo. Pero déjame contarte lo que pasó con Pablo. Aquella misma noche me dijo: "Pilar, esta noche no vamos a hacer nada."
»-Bueno -le dije yo-; me parece muy bien.
»-Encuentro que sería de mal gusto, después de haber matado a tanta gente.
»-¡Qué va! -dije yo-. ¡Qué santo estás hecho! ¿No sabes que he vivido muchos años con toreros, para ignorar cómo se sienten después de la corrida?
»-¿Es eso cierto, Pilar? -me preguntó.
»-¿Te he engañado yo alguna vez? -le pregunté.
»-Es cierto, Pilar. Soy un hombre acabado esta noche. ¿No te enfadas conmigo?
»-No, hombre -le dije-; pero no mates hombres todos los días, Pablo.
»Y durmió aquella noche como un bendito y tuve que despertarle al día siguiente de madrugada. Pero yo no pude dormir durante toda la noche. Me levanté y estuve sentada en un sillón. Miré por la ventana y vi la plaza, iluminada por la luna, donde habían estado las filas; y al otro lado de la plaza vi los árboles brillando a la luz de la luna y la oscuridad de su sombra. Los bancos, iluminados también por la luna; los cascos de botellas que brillaban y el borde del barranco por donde los habían arrojado. No había ruido, solamente se oía el rumor de la fuente y permanecí allí sentada, pensando que habíamos empezado muy mal.
»La ventana estaba abierta y al otro lado de la plaza, frente a la fonda, oí a una mujer que lloraba. Salí con los pies descalzos al balcón. La luna iluminaba todas las fachadas del la plaza y el llanto provenía del balcón de la casa de don Guillermo. Era su mujer. Estaba en el balcón arrodillada,! y lloraba.
»Entonces volví a meterme en la habitación, volví a sentarme y no tuve ganas de pensar siquiera, porque aquél fue el día más malo de mi vida hasta que vino otro peor.
- ¿Y cuál fue el otro? -preguntó María.
- Tres días después, cuando los fascistas tomaron el pueblo.
- No me lo cuentes -dijo María-. No quiero oírlo. Ya tengo bastante. Hasta demasiado.]
- Ya te había advertido que no debías escuchar -dijo Pilar-. ¿No? No quería que escuchases. Ahora vas a tener pesadillas.
- No -dijo María-; pero no quiero oír más.
- Tendrás que contarme eso en otra ocasión -dijo Robert Jordan.
- Sí -contestó Pilar-. Pero no es bueno para María.
- No quiero oírlo -dijo María, quejumbrosa-; te lo ruego, Pilar. No lo cuentes cuando yo esté delante, porque podría oírlo aunque no quisiera.
Sus labios temblaban y el inglés creyó que iba a llorar.
- Por favor, Pilar, no cuentes más.
- No tengas cuidado, rapadita -dijo Pilar-. No tengas cuidado. Se lo contaré al inglés otro día.
- Pero estaré yo también cuando se lo cuentes. No lo cuentes, Pilar; no lo cuentes nunca.
- Se lo contaré mientras tú trabajas.
- No, no; por favor. No hablemos más de eso -dijo María.
- Lo justo sería que yo contara eso también, ya que he contado lo que hicimos nosotros. Pero no lo oirás, te lo prometo.
- ¿Es que no hay nada agradable que pueda contarse? -preguntó María-. ¿Es que tenemos que hablar siempre de horrores?
- Espera a la tarde -dijo Pilar-; el inglés y tú podréis hablar de lo que os guste, los dos solitos.
- Entonces, que venga la tarde -dijo María-; que venga en seguida.
- Ya vendrá -contestó Pilar-. Vendrá muy de prisa y se irá en seguida, y llegará mañana, y mañana pasará muy de prisa también.
- Que llegue la tarde -dijo María-; la tarde; que llegue la tarde en seguida.
Capítulo once
Cuando iban subiendo, a la sombra todavía de los pinos, después de haber descendido de la alta pradera al valle y de haber vuelto a ascender por una senda que corría paralela al río, para trepar después por una escarpada cuesta hasta lo más alto de una formación rocosa, les salió al paso un hombre con una carabina.
- ¡¡Alto! -gritó. Y luego-: ¡Hola, Pilar! ¿Quién viene contigo?
- Un inglés -dijo Pilar-. Pero de nombre cristiano: Roberto. ¡Y qué m… de cuesta hay que subir para llegar hasta aquí!
- Salud, camarada -dijo el centinela a Robert Jordan, tendiéndole la mano-. ¿Cómo te va?
- Bien -contestó Robert Jordan-. ¿Y a ti?
- A mí también -dijo el centinela.
Era un muchacho muy joven, de rostro delgado, huesudo, la nariz un tanto aguileña, pómulos altos y ojos grises. No llevaba nada en la cabeza y tenía el cabello negro y ensortijado. Tendió la mano de manera amistosa y cordial, con la misma chispa de cordialidad en los ojos.
- Buenos días, María -dijo a la muchacha-. ¿Te has cansado mucho?