¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер. Страница 64
- No -dijo el cabo-. Hablo de los peligros. Me refiero a que hay que aguantar bombardeos, ataques y, en general, a la vida de las trincheras.
- Aquí no tenemos que sufrir nada de eso -dijo el soldado que estaba sentado en la cama.
- Gracias a Dios -dijo el cabo-. Pero ¿quién sabe lo que va a caernos encima? No vamos a estar siempre tan a gusto.
- ¿Cuánto tiempo te figuras tú que vamos a quedarnos en este chamizo?
- No lo sé -dijo el cabo-; pero me gustaría que durase toda la guerra.
- Seis horas de guardia es demasiado -dijo el soldado que guisaba.
- Se harán guardias de tres horas mientras dure la tormenta -dijo el cabo-. Es lo acostumbrado.
- ¿Qué han venido a hacer todos esos coches del Estado Mayor? -preguntó el soldado que estaba en la cama-. No me gustan nada, pero nada, todos esos coches del Estado Mayor.
- A mí tampoco -dijo el cabo-; todas esas cosas son de mal agüero.
- ¿Y qué me decís de la aviación? -preguntó el soldado que guisaba-. La aviación es cosa mala.
- Pero nosotros tenemos una aviación formidable -dijo el cabo-. Los rojos no tienen una aviación como la nuestra. Esos aparatos de esta mañana eran como para poner alegre a cualquiera.
- Yo he visto los aviones de los rojos cuando eran algo serio -dijo el soldado que estaba sentado en la cama-. He visto sus bombarderos bimotores y era un horror tener que soportarlos.
- Sí, pero no son tan buenos como nuestra aviación -dijo el cabo-. Nosotros tenemos una aviación insuperable.
Así era como hablaban en el aserradero, mientras Anselmo aguardaba bajo la nieve mirando la carretera y la luz que brillaba en la ventana.
«Espero que no tendré que tomar parte en la matanza -pensaba Anselmo-. Cuando se acabe la guerra habrá que hacer una gran penitencia por todas las matanzas. Si no tenemos ya religión después de la guerra, hará falta que hagamos una especie de penitencia cívica organizada para que todos se purifiquen de la matanza, porque si no, jamás habrá verdadero fundamento humano para vivir. Es necesario matar, ya lo sé; pero, a pesar de todo, es cosa mala para un hombre, y creo que cuando todo concluya y hayamos ganado la guerra, será menester hacer una especie de penitencia para la purificación de todos.»
Anselmo era un hombre muy bueno, y siempre que estaba solo, cosa que le sucedía con mucha frecuencia, esa cuestión de la matanza le atormentaba.
«¿Qué pasará con el inglés? -se preguntaba-. Me dijo que a él no le importaban esas cosas. Y sin embargo, tiene cara de persona buena y de buenos sentimientos. Quizá sea que para los jóvenes eso no tiene importancia. Quizá sea que para los extranjeros o para los que no han tenido nuestra religión no tenga importancia. Pero creo que todos los que hayan matado se harán malos con el tiempo, y, por mucho que sea necesario, creo que matar es un gran pecado y que después de esto habrá que hacer algo muy duro para expiarlo.»
Se había hecho de noche mientras tanto. Anselmo miraba la luz del otro lado de la carretera y se golpeaba el pecho con los brazos para entrar en calor. «Ahora -pensaba- es tiempo de volver ya al campamento.» Pero algo le retenía junto al árbol, por encima de la carretera. Seguía nevando con fuerza y Anselmo pensaba: «Si se pudiera volar el puente esta noche… En una noche como ésta sería cosa de nada tomar el puesto, volar el puente y así habríamos acabado. En una noche como ésta podríamos hacer cualquier cosa que nos propusiéramos.»
Luego se quedó allí, de pie, arrimado al árbol, golpeando el suelo suavemente con los pies y ya no pensó más en el puente. La llegada de la noche le hacía sentirse siempre más solo, y aquella noche se sentía tan solo, que se había hecho dentro de él un vacío como si fuera de hambre. En otros tiempos conseguía aliviar esa sensación de soledad rezando sus oraciones. A veces, al volver de caza, rezaba la misma oración varias veces y se sentía mejor. Pero desde el Movimiento no había rezado una sola vez. Echaba de menos la oración, aunque se le antojaba poco honrado e hipócrita el rezar. No quería pedir ningún favor especial, ningún trato diferente del que estaban recibiendo todos los hombres.
«No -pensaba-, yo estoy solo. Pero así están también todos los soldados y todos los que se han quedado sin familia o sin sus padres. Yo no tengo mujer, pero estoy satisfecho de que muriese antes del Movimiento. No lo hubiera comprendido. No tengo hijos ni los tendré jamás. Estoy solo de día cuando trabajo y cuando llega la noche es una soledad mucho mayor. Pero hay una cosa que tengo y que ningún hombre ni ningún Dios podrá quitarme, y es que he trabajado bien por la República. He trabajado mucho por el bien de que disfrutaremos todos y he hecho todo lo que he podido desde que comenzó el Movimiento, y no he hecho nada que sea vergonzoso. Lo único que lamento es que haya que matar. Pero seguramente habrá algo que lo compense, porque un pecado como ése, que han cometido tantos, requiere que encontremos una justa remisión. Querría hablar de ello con el inglés; pero, como es tan joven, quizá no me comprenda. El habló de las matanzas. ¿O bien fui yo quien habló primero? Ha debido de matar a muchos; pero, sin embargo, no tiene cara de que le guste eso. En los que gustan de hacer eso hay siempre algo como corrompido. Tiene que ser un gran pecado. Por muy necesario que sea, es una cosa a la que creo que no se tiene derecho. Pero en España se hace eso muy a menudo y, a veces, sin verdadera necesidad. Y se cometen de golpe muchas injusticias que luego no pueden ser reparadas. Me gustaría no cavilar tanto en ello. Me gustaría que hubiese una penitencia que pudiéramos empezar a hacer ahora mismo, porque es la única cosa que he cometido en mi vida que me hace sentirme mal cuando estoy solo. Todo lo demás puede ser perdonado o hay una posibilidad de que sea perdonado viviendo de una manera decente y honrada. Pero creo que eso de matar es un gran pecado, y quisiera estar en paz sobre este asunto. Más tarde podría haber ciertos días en que trabajásemos para el Estado o ciertas cosas que podríamos hacer para borrar todo eso. O será tal vez algo que cada uno tenga que pagar, como se hacía en tiempos en la Iglesia», pensó, y sonrió. La Iglesia estaba bien organizada para el pecado. La idea le gustó, y estaba aún sonriendo en la oscuridad cuando llegó Robert Jordan. Llegó silenciosamente y el viejo no le vio hasta que no le tuvo a su lado.
- ¡Hola, viejo! -le susurró al oído Jordan, golpeándole cariñosamente en la espalda-. ¿Cómo van las cosas, abuelo?
- Con mucho frío -dijo Anselmo. Fernando se había quedado un poco distante, vuelto de espaldas a la nieve, que seguía cayendo.
- Vamos -cuchicheó Jordan-; ven a calentarte al campamento. Es un crimen haberte dejado aquí tanto tiempo.
- Esa es la luz de ellos -dijo Anselmo.
- ¿Dónde está el centinela?
- No se le ve desde aquí. Está al otro lado del recodo.
- Que se vayan al diablo -dijo Robert Jordan-. Ya me contarás todo eso en el campamento. Vamos. Vámonos.