Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич. Страница 16

—¡Esto es cosa de Müller! —exclamó de pronto con tono de íntima persuasión, meneando la cabeza. Y con esta inesperada facilidad de transición tan propia del espíritu humano, lanzó una alegre y cordial carcajada—. ¡Ah, Müller! ¡Ah, mi querido Müller! ¡Ah, simpático alemán! ¡Efectivamente, tenías razón, amigo mío! ¡Yo, en cambio, soy un burro!

Dio unos paseos rápidos por el calabozo, y con enorme estupefacción del centinela, que lo estaba observando por la mirilla, se desnudó precipitadamente e hizo los dieciocho ejercicios con exagerada minuciosidad, encogiendo y estirando su cuerpo joven y enjuto, agachándose, aspirando y espirando el aire, poniéndose de puntillas y moviendo brazos y piernas. Después de cada ejercicio decía con placer:

—¡Esto va bien! ¡Esto es lo que hacía falta, amigo Müller!

Sus mejillas se tiñeron de rosa, resbalaron por su cuerpo gotitas calientes de sudor, experimentó una sensación agradable y su corazón latió con vigor y regularidad.

—La cuestión es, Müller —razonó Serguéi, abombando el pecho de tal modo que las costillas se dibujaron claramente bajo la piel fina y tirante—; la cuestión es, Müller, que hay, además, un decimonono ejercicio: colgarse por el cuello en una posición fija. Ese ejercicio se llama la ejecución. ¿Comprendes, Müller? Se coge a un hombre vivo, diremos a Serguéi Golovin, se le ata como un muñeco y se le cuelga por el pescuezo, hasta que venga la muerte. Es una cosa estúpida, Müller, pero ¿qué se le va a hacer? Hay que resignarse.

E inclinándose sobre el costado derecho repitió:

—Hay que resignarse, amigo Müller.

IX Horrible soledad

Bajo el mismo sonido del reloj, separado de Serguéi y de Musia por unas cuantas celdas vacías, pero tan aisladas como si él solo hubiera existido en el mundo, el desdichado Vasili Kashirin terminaba su vida en la mayor angustia y en el mayor horror.

Empapado en sudor, con la camisa pegada al cuerpo, despeinados los cabellos, en otro tiempo rizosos, paseaba por la celda tembloroso y desesperado, como persona que sufre un insoportable dolor de muelas. Se sentaba un instante, volvía de nuevo a correr, apoyaba con fuerza la frente contra la pared, se paraba e inquiría con los ojos a uno y otro lado, como si buscase un remedio. Había cambiado tanto, como si su rostro anterior, fresco y juvenil, hubiese desaparecido no se sabe dónde para dejar el puesto a otro nuevo, horrible, salido de las tinieblas.

El miedo se apoderó de él de golpe, como dueño único y poderoso. Todavía, por la mañana, cuando iba a encontrar la muerte, bromeaba y no la temía; pero al anochecer, en el aislamiento del calabozo, le acometió una ola de terrible pavor. Mientras había ido por su voluntad al peligro y a la muerte, mientras la había tenido en sus propias manos, aunque le pareciese atroz, habíase sentido, sin embargo, alegre y ligero, al amparo de un sentimiento de libertad sin límites y asido a la afirmación audaz y firme de su voluntad intrépida. Con el cuerpo ceñido por una máquina infernal, él mismo se había transformado en algo de la misma sustancia, en dueño de la razón cruel de la dinamita y de su poder fulgurante y mortal. Y yendo por la calle entre las gentes agitadas, preocupadas con sus negocios, que se libraban ágilmente de los coches y tranvías, parecíale venir de otro mundo desconocido, donde nada se sabía de la muerte ni del miedo.

Pero súbitamente sobrevino un cambio brutal. Ya no va adonde quiere, sino que le obligan a entrar en una jaula de piedra y le encierran con llave como un objeto inanimado. Ya no puede elegir libremente la vida o la muerte, como las demás gentes, sino que, infalible e inevitablemente, le van a matar. Él, que por un instante fue la encarnación de la voluntad, de la vida y de la fuerza, se transforma en la imagen lamentable de la impotencia, en animal al que le espera el matadero, en un objeto insensible al que puede moverse de un lado a otro, quemarlo o romperlo. Sean cuales fueren las palabras que pronunciase, ya no le escucharían, y si se pusiese a gritar, le taparían la boca con una mordaza. Si intentase resistir, forcejear, tirarse al suelo, le levantarían, le atarían, y de este modo le llevarían al patíbulo. Y ese trabajo maquinal, que ejecutarían hombres como él, da a éstos el aspecto nuevo, extraordinario y terrorífico de autómatas que le cogen a uno, le cuelgan y le tiran de los pies, cortan después la cuerda, meten el cadáver en un ataúd, se lo llevan y lo entierran.

Desde el primer día que entró en la cárcel, la gente y la vida habíanse convertido para él en un mundo inconcebible de horror, poblado de muñecos mecánicos. Enloquecido casi por el terror, trataba de representarse que aquella gente que no podía hablar y parecía muda, tenía, sin embargo, lengua, y trataba de recordar sus discursos, el sentido de las palabras que usaban en sus relaciones, y no lo lograba. Abrían la boca, sonaba una cosa, después se separaban, moviendo las piernas, y se acababa todo.

Así hubiera sentido la criatura que, hallándose sola en casa, viese que todos los objetos se animaban de repente, se movían, adquirían sobre él un poder sin límites y de pronto empezaban a formarle juicio el armario, la silla, la mesa de escritorio y el diván. Hubiese comenzado a gritar, a suplicar, a pedir auxilio, mientras aquellas cosas hablaban algo entre ellas en su lenguaje y después ordenaban que lo colgasen.

Para Vasili Kashirin, todo acabó por adquirir un aspecto jocoso: el calabozo, la puerta con su mirilla, el sonido del reloj, la fortaleza esmeradamente construida y especialmente aquel muñeco mecánico que tenía un fusil y que hacía resonar sus pisadas en el corredor, a semejanza de todos aquellos otros que, con cara de susto, le contemplaban por la mirilla y le entregaban silenciosos la comida. Lo que él experimentaba no era el espanto de la muerte; la muerte, más bien la deseaba: con lo que tenía de misteriosa e inconcebible, era más comprensible que aquel mundo tan fantásticamente revuelto. Por encima de todo, la muerte parecía evaporarse en aquel cónclave absurdo de fantasmas y muñecos, perder su enorme sentido misterioso y convertirse en algo mecánico, y sólo por eso horrible: llegar, cogerle a uno, llevárselo, colgarlo y tirarle de las piernas. Después, cortar la cuerda, meterlo en un ataúd y enterrarlo.

Y así desaparecía un hombre de este mundo.

Ante el tribunal, la proximidad de los compañeros había hecho reaccionar a Kashirin, que otra vez había vuelto, por unos instantes, a ver a las gentes como seres vivos; allí estaban unos individuos sentados, juzgándole y hablando en una lengua humana, escuchando y como si comprendiesen. Pero luego, durante la visita de su madre, con el terror de un hombre que empieza a perder la razón y lo comprende, había tenido la impresión clara de que aquella anciana, con su pañuelo negro, era sencillamente una muñeca mecánica artificial de la misma clase que las que dicen «pa-pá», «ma-má», pero mejor hecha. Había tratado de hablar con ella, y, estremecido, había pensado:

—¡Señor! Pero ¡si es una muñeca! ¡Una muñeca que representa a una madre! ¡Y aquella otra muñeca que está allí, es de soldado, y allá, en casa, está la muñeca padre! ¡Y yo soy la muñeca Vasili Kashirin!