Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич. Страница 32
—Ya ves, tengo veintiséis años, mis cabellos empiezan a encanecer y, sin embargo, hasta aquí...
Buscaba palabras, pero acabó su pensamiento con firmeza, aun con orgullo:
—Hasta aquí no he conocido mujeres. Pero que en absoluto, ¿entiendes? Tú, tú eres la primera mujer que he visto de esa manera. Y, para decirte la verdad, me da un poco de vergüenza mirar tus brazos desnudos...
La música llenó de nuevo toda la casa y el suelo temblaba bajo los pies de los que danzaban. En el salón, alguien, probablemente borracho, gritaba muy fuerte, como si condujera un tropel de caballos furiosos. Pero en el cuarto de Luba reinaba un silencio melancólico; en la nebulosidad rosácea se percibían cortas volutas de humo de cigarrillo.
—Y bien, Luba, ésa es mi vida.
Permaneció silencioso, con los ojos bajos, como si pensara en su vida, tan pura, tan dolorosamente bella. Ella guardaba también silencio. Después se levantó y cubrió sus hombres desnudos con una toquilla. Pero al encontrarse con la mirada extraña y agradecida de él se quitó la toquilla con una sonrisa de malignidad, de suerte que ahora se veía uno de sus pechos, opaco, de un rosa tierno.
Él volvió la cabeza y alzó ligeramente los hombros.
—Bebe coñac —dijo ella—. ¡Basta de comedia!
—No bebo jamás.
—¿Jamás? ¡Anda! Pues yo sí bebo.
Tuvo de nuevo una sonrisa malvada.
—¿Tienes cigarrillos? —le preguntó—. Dame uno.
—No son buenos.
—Me es igual.
Cuando le dio el cigarrillo, notó con gozo que Luba había subido su camisa más arriba; esto le inspiró confianza y la esperanza de que todo se arreglaría. Él mismo sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero fumaba muy mal, sin tragar el humo, y tenía el cigarrillo como una mujer, entre los dedos extendidos.
—¡Ni siquiera sabes fumar! —dijo la muchacha encolerizada.
Y arrancándole el cigarrillo lo tiró al suelo.
—¿Empiezas a enfadarte otra vez?
—Sí, estoy enfadada.
—Pero ¿por qué? Piensa, Luba, que hacía cuarenta y ocho horas que no dormía y no hacía más que correr a través de las calles como una fiera acosada. ¿De qué te serviría traicionarme? Me detendrían; pero no creo que eso te hiciera ningún bien. Además, yo vendería cara mi vida.
Calló.
—¿Vas a disparar? —preguntó ella después de una corta pausa.
—Sí, voy a disparar.
La música ha cesado; pero del lado del salón se sigue oyendo gritar al borracho; se diría que alguien le tapaba la boca con la mano y los gritos salían ahogados y más inquietantes aún.
En el cuarto de Luba se percibía un olor de perfumes y de jabón de tocador barato; este olor era espeso, húmedo e impuro. Sobre una de las paredes había colgadas, en desorden, faldas y blusas. Todo esto le parecía repugnante y pensaba con tristeza que esto era la vida y que había gentes que vivían entre esas cosas años y años.
Miró con disgusto a su alrededor y dijo a Luba melancólicamente:
—¡Como es todo entre nosotros en esta casa!...
—¿Y qué quieres decir con eso?
Pero él estaba lleno de compasión hacia aquella muchacha que permanecía en pie ante él y no acabó su pensamiento.
—¡Pobre Luba! —dijo simplemente.
—Pero ¿qué? ¡Vamos!
—Dame tu mano.
Y subrayando con su actitud que era para él un ser humano y no una mujer que se vende, tomó su mano y apoyó respetuosamente sus labios en ella.
—¿Pero es a mí a quien besas la mano?
—Sí, Luba, a ti.
Y muy dulcemente, como si le diera las gracias, la muchacha dijo:
—¡Vete de aquí! ¡Vete, idiota!
Al principio él no comprendió.
—¿Qué?
—¡Que te vayas te digo!
Y silenciosa, con paso decidido, atravesó la habitación, recogió del rincón el cuello postizo blanco y se lo tiró con una mueca de disgusto, como si fuera una rodilla sucia y repugnante. Entonces él, también silencioso, con aire altanero, sin dignarse siquiera mirarla, comenzó a ponerse lentamente el cuello. Pero en este momento Luba lanzó un grito penetrante y le golpeó con toda su fuerza en la afeitada mejilla. El cuello postizo cayó por tierra, el hombre se tambaleó, pero siguió en pie. Terriblemente pálido, casi azul, pero siempre silencioso y altanero, fijó en Luba sus densas miradas inmóviles. Toda anhelante, Luba le miró llena de horror.
—Y bien, ¿qué? —gritó desesperadamente.
Él callaba siempre. Entonces, enloquecida por su pasividad altanera, presa del terror, no comprendiendo ya nada, como si se encontrara ante un muro de piedra, le cogió por los hombros, le sacudió y le hizo sentarse sobre la cama. Inclinándose hasta poner su cara junto a la de él y mirándole a los ojos, gritó:
—Pero ¿por qué te callas? ¿Qué es lo que haces de mí? ¡Cobarde, cobarde! Eres un cobarde. Me besa la mano... ¡Has venido aquí para burlarte de mí, para hacer alarde de tu bondad, de tu noble corazón! ¡Dime qué es lo que vas a hacer de mí! ¡Oh, qué desgraciada soy!
Le sacudía los hombros, y sus finos dedos, abriéndose y cerrándose como las uñas de un gato, le arañaban el cuerpo a través de la camisa.
—¡No has conocido nunca mujeres, cobarde!... ¡Y te atreves a decírmelo a mí, que he poseído a todos los hombres, a todos!... ¿Y no te da vergüenza humillar a una pobre mujer?... Te vanaglorias de que la policía no te cogerá vivo; pero yo, yo estoy ya como muerta. Y sin embargo te voy a escupir a la cara. ¡Toma, cobarde! ¡Y ahora vete!...
No pudiendo contener más su cólera la arrojó lejos de sí. Cayó, golpeándose la cabeza contra la pared. Él no razonaba ya, no sabía ya lo que hacía; en aquel mismo instante sacó su revólver. Luba no vio ni aquel rostro furioso que había manchado con su saliva ni el revólver negro. Tapándose los ojos con las manos como si los quisiera hundir en las profundidades del cráneo avanzó hacia el lecho, se echó en él con el rostro hacia abajo y se puso a sollozar.
Todo le desconcertó completamente. No sabía ya qué hacer. Aquello era estúpido, imprevisto, caótico. Encogiéndose de hombros volvió a guardar en el bolsillo el revólver inútil y empezó a recorrer el cuarto a grandes pasos. Dio varias vueltas. Luba seguía llorando. De pronto se detuvo ante ella con las manos en los bolsillos y la miró. Ella lloraba frenéticamente, desesperadamente, con sollozos en que había unos sufrimientos inhumanos, como se llora una vida perdida o bien algo más importante que la vida. Todo su cuerpo tenía ligeros estremecimientos, como si la quemaran lentamente.