Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич. Страница 37
¡La verdad! Un nuevo horror que no había conocido de cerca ni frente a la vida ni frente a la muerte.
Con sus concepciones simplistas, no sabiendo resolver todos los problemas más que por un «sí» o un «no», pasaba ahora una revista rápida a su vida de punta a cabo. Se descomponía como una barraca mal hecha bajo las intemperies de otoño y entre sus escombros era muy difícil reconocer todo lo bello que hubo en el interior. Los hombres que había amado y con los que había laborado mano a mano, unido a ellos en las alegrías yen los sufrimientos casi le parecían ahora desconocidos. Su vida, incomprensible; su obra, inútil, privada de sentido. Era como si alguien con manos de hierro hubiera quebrado su alma como se quiebra un palo contra la rodilla. No hacía mucho tiempo que estaba aquí, unas horas apenas que había llegado de allá, de su mundo; pero le parecía que había pasado aquí toda su vida, al lado de esta mujer medio desnuda, oyendo la música y el ruido de las espuelas, que no había salido jamás de aquella casa. No sabía si se encontraba en la cúspide de la vida o en un abismo; lo único que sabía era que estaba contra todo aquello que hoy aún era su vida, su alma.
«¡Es vergonzoso ser puro!»
Se acordó de sus libros, los que le enseñaron la vida, y una sonrisa amarga contrajo sus labios. ¡Los libros! He aquí el libro: aquella mujer con los ojos cerrados, los brazos desnudos, fatigado el semblante, que esperaba con impaciencia. «¡Es vergonzoso ser puro!»
De pronto comprendió con horror que la otra vida había acabado por siempre para él, que ya no podía seguir siendo puro. Y, sin embargo, esta pureza era toda la alegría de su vida, todo su orgullo. Ahora se acabó. Es el reino de las tinieblas que llega. Que se quede allí, que vuelva donde los suyos, todo se acabó: ha roto con su mundo. ¿Por qué vino a aquella casa maldita? Hubiera valido más seguir en la calle, a merced de los espías, dejarse prender y conducir a la prisión. La prisión no le asustaba ya: allí podía seguir siendo puro. Ahora ya era demasiado tarde: ni la prisión le salvaría ya.
—¿Lloras? —preguntó Luba.
—¡No! —respondió con firmeza—. Yo no lloro jamás.
—Eso está bien. Nosotras las mujeres podernos permitirnos llorar; vosotros los hombres no. Si vosotros lloráis también, ¿quién respondería de esas lágrimas ante Dios?
—Pero ¿qué hacer, Luba, qué hacer? —exclamó con la muerte en el alma.
—Quédate conmigo. Ahora eres mío para toda la vida.
—¿Y los otros?
Ella frunció las cejas.
—¿Quiénes?
—¡Los hombres! ¡Los hombres, por quienes he trabajado! ¡No era por mi gusto por lo que llevaba esta pesada cruz... por lo que yo estaba dispuesto a matar!
—No me hables de los hombres —dijo severamente Luba temblándole los labios—. Vale más no hablarme de eso. Te voy a dar de bofetadas. ¿Lo oyes?
—Pero vamos a ver, Luba...
—Ten cuidado, rico. Basta de esconderse ya detrás de los hombres; no podrás jamás esconderte ante la verdad. Si verdaderamente amas a los hombres, a los que sufren, heme aquí, tómame a mí. O yo te mataré a ti. ¡Sí, querido!...
V
Permanecía siempre sentada, los brazos enlazados alrededor del cuello, feliz, sonriente, como loca. Sin abrir los ojos, para gozar mejor de sus pensamientos, hablaba lentamente, casi cantando.
—Sí, rico mío. Vamos a embriagarnos; vamos a llorar juntos lágrimas dulces llenas de felicidad. ¡Te quedas conmigo para toda la vida! Cuando entraste hoy en el salón y vi tu imagen en el espejo me dije: «¡Aquí está mi amado!» No sé si eres mi hermano o mi amante, pero eres para mí.
Él recordó la pareja negra, corno de duelo, que había visto en el espejo del salón, y ante este recuerdo sintió un dolor tan agudo que sus dientes rechinaron. Se acordó también de su revólver, que llevaba en el bolsillo, de los dos días y dos noches de persecuciones policíacas, de su llegada a aquella casa, del sucio lacayo que le abrió la puerta, de la dueña de la casa que lo introdujo en el salón, de las tres mujeres desconocidas...
Y su dolor se apaciguaba poco a poco. Comprendió al fin claramente que era el mismo de antes, que estaba completamente libre y que podía ir a donde quisiera.
Recorrió la habitación severamente con su mirada, como el que despierta de una pesadilla y se encuentra en un lugar desconocido.
—¿Qué es esto? ¡Qué insensatez! ¡Qué pesadilla!
Pero la música seguía sonando. Y Luba seguía siempre en la misma posición, los brazos alrededor del cuello, llena de una felicidad desconocida, inaudita. Pero esto era la realidad y no un sueño.
—Entonces, ¡qué! ¿Es verdad todo esto?
—Sí, querido. Ahora estamos unidos para siempre. Entonces ¿todo esto es verdad? Aquellas faldas colgadas en la pared, aquel lecho sobre el cual millares de hombres gozaron delirios sexuales, aquel olor a pecado que llenaba toda la habitación, aquella música yaquel chocar de espuelas, finalmente, aquella mujer de rostro esmirriado y de sonrisa de bestia feliz... ¡Todo aquello era la verdad!
Cogió entre sus manos su cabeza pesada, y mirando alrededor como un lobo perseguido por los perros, pensaba: «¡Sí, hela aquí la verdad! Ni mañana ni pasado mañana saldré de aquí, y todo el mundo sabrá por qué me he quedado aquí con una prostituta pecando y bebiendo. Se me va a calificar de cobarde, de traidor, de canalla. Algunos comprenderán quizá y me defenderán... No, vale más no esperar. Lo mejor es no esperar ya nada. Esto se acabó. ¡Vivan las tinieblas! ¿Y después? No sé. Un horror cualquiera. ¡Conozco tan poco esta nueva vida! Tendré que aprender a ser canalla como todos en esta casa. ¿Quién me enseñará? ¿Luba? No; ella misma no sabe. Pero encontraré un medio. Me haré un canalla cumplido, lo romperé todo... ¿Y después? Después, un buen día, en casa de Luba o en cualquier otra casa sospechosa, o en presidio, diré: «Ahora ya no tengo vergüenza;» ahora ya no tengo nada que reprocharme respecto a» vosotros, porque me he convertido en sucio, en degraciado y en miserable como vosotros.» O bien me plantaré en medio de una plaza cualquiera y diré: ¡Miradme, ved lo miserable que soy! Yo tenía todo:» espíritu, honor, dignidad y hasta la inmortalidad, y todo eso lo he arrojado a los pies de una prostituta» solamente porque es impura...» ¿Qué es lo que dirán aquellas gentes? Se quedarán sorprendidas y me llamarán idiota. Y tendrán razón. Sí, yo soy idiota. Pero no era mía la culpa si yo era puro. Luba y todo el mundo debe ser puro. Cristo mandó que cada uno distribuyera sus bienes entre los pobres, y dijo que hay que dar no solamente la vida, sino también el alma, que es más. Pero ¿es que Cristo pecó con las mujeres perdidas y se emborrachó? No; las perdonaba solamente y aun las amaba. Y bien, yo también perdono a Luba, la compadezco, la amo. ¿Es que se necesitaría que yo mismo pecara también?...»