Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич. Страница 41

Conocía bien aquellas casas de lenocinio, que le pagaban grandes sumas por ocultar sus pequeños escándalos. No tenía ninguna gana de morir. Cuando se le despertó aquella noche examinó detenidamente su revólver e hizo que le limpiaran su uniforme, como si se preparara para alguna solemnidad. La víspera, cuando en el puesto de policía se habló de aquel terrorista que despistaba a los espías tan hábilmente, aquel oficial había declarado francamente que era un héroe, mientras que él mismo, el viejo policía, no era más que un crapuloso que no valía nada. Cuando los demás policías se echaron a reír añadió que sin aquellos héroes la vida sería demasiado monótona, y que eran buenos por lo menos para que se los ahorcara.

—Es un verdadero placer ahorcarlos, por nosotros y por ellos. Ellos están contentos porque van derechos al paraíso; nosotros, porque todavía quedan gentes bravas, intrépidas.

Los otros no tomaban en serio estos sofismas y seguían riendo. Acabó por reírse él también, pues en su borrachera eterna ya no sabía diferenciar la verdad de la mentira. Pero ahora, en la madrugada fría de otoño, sentía que sus ideas habían cambiado, que aquel terrorista no era ya un héroe para él, sino simplemente una fiera peligrosa.

«¡Estúpido de mí, llamarle héroe! —pensaba—. ¡Dios mío, si ese canalla se mueve lo mato como a un perro!»

Y reflexionaba por qué era tan apegado a la vida, él tan viejo, enfermo de la gota. Se volvió a los hombres que iban tras él ygritó con cólera:

—¡No os disperséis! ¡Marchad en orden y no como carneros!

El viento se le metía por debajo del abrigo y del uniforme, tan anchos, que parecía había adelgazado de repente. A pesar del frío le sudaban las manos.

Se rodeó la casa de tal forma que dijérase que no había dentro un enemigo sólo, sino toda una compañía. Y sin hacer ruido, de puntillas, penetraron por el corredor hasta la puerta terrible. Se oyeron gritos, amenazas, puñetazos. Cuando los policías, haciendo caer a Luba media desnuda, llenaron la habitación con sus fusiles, sus uniformes y sus botas, vieron al terrorista en camisa, con los pies desnudos sentado sobre la cama. No decía nada. No había allí bombas ni nada terrible. No veían más que la sucia alcoba de una prostituta, aun más repugnante a la luz del alba; una ancha cama en desorden, las ropas tiradas aquí y allá una mesa llena de manchas de vino y el hombre afeitado, medio dormido, sin vestirse sobre el lecho.

—¡Las manos arriba! —gritó el oficial empuñando su revólver.

Pero el terrorista no le hizo caso y seguía callado.

—¡Registradle! —ordenó el oficial.

—¡Pero si no tiene nada! —exclamó Luba—. El revólver está en el escritorio. ¡Dios mío, Dios mío!

También ella estaba sólo con la camisa, y los dos casi desnudos, daban una triste impresión entre aquellos hombres vestidos con uniformes y capotes. Registraron sus ropas, el lecho, la cómoda, todos los rincones, pero no hallaron nada.

—¡Pero si yo misma llevé el revólver al escritorio! —repetía Luba automáticamente.

—¡Cállate, Luba! —ordenó el oficial.

La conocía bien, y hasta había pasado con ella dos o tres noches. Estaba seguro de que decía la verdad; pero le alegraba tanto que el asunto tomara un cariz tan afortunado, que tenía necesidad de gritar, de mandar.

—¿Cuál es su nombre?

—No lo diré. No responderé a ninguna pregunta.

—¡Naturalmente! —arguyó con ironía el oficial.

Pero se apoderó de él la angustia. Examinó durante algunos instantes a aquel hombre casi desnudo, a Luba, que temblaba con todo su cuerpo, la habitación toda, y comenzó a dudar.

—¡Quizá no sea él! —dijo al oído de uno de los espías—. ¡Es tan extraño esto!...

Pero el otro hizo un signo afirmativo con la cabeza

—No; es él; sólo que se ha quitado la barba. Le he conocido por los pómulos.

—Sí, es verdad; tiene pómulos de bandido.

—Y mire sus ojos; por esos ojos le habría reconocido entre mil personas.

—Sí, tiene unos ojos... Enséñeme la fotografía.

El oficial examinó la fotografía largo tiempo. Representaba un joven muy hermoso y elegante, con una larga barba y una mirada tranquila y clara. En cuanto a los pómulos, no se le veían.

—¡Mira, aquí no hay pómulos!

—Porque están escondido bajo la barba.

—Sí, pero... Mira esa cara... ¿Bebe él quizá?

—No, esos no beben nunca —dijo con una sonrisa irónica el espía, un hombre delgado con una perilla pequeña que abusaba demasiado del alcohol.

—Sé que no beben, pero aun así...

El oficial se acercó al terrorista.

—Escuche usted: ¿era usted el que tomó parte en el asesinato de...?

Pronunció respetuosamente el nombre de un alto dignatario muy conocido.

Pero el otro no respondió. Se sonreía y balanceaba uno de sus pies desnudos y peludos.

—¡Hay que responder cuando se pregunta!

—Déjele, no responderá. Esperemos al oficial de gendarmes y al procurador. Ellos sabrán hacerle hablar.

El oficial rió, pero estaba visiblemente de mal humor.

—Y tú, Luba, ¡nombre de Dios! ¿Por qué no le denunciaste inmediatamente?...

—Pero puesto que yo...

El oficial le dio a Luba dos bofetadas.

—¡Atrapa eso! ¡Yo te enseñaré a esconder gentes peligrosas!

El terrorista hizo un movimiento.

—¿No le gusta esto, joven? —dijo el oficial, que le menospreciaba cada vez más—. ¡Tanto peor! Habrá usted cubierto de besos a esta puerca, y nosotros...

Y añadió un juramento cínico. Los agentes de policía tuvieron una sonrisa de confusión. Pero lo que era extraño, Luba sonrió también. Miraba benévolamente al viejo oficial como si admirara su buen humor y su alegría. Desde la entrada de la policía no había mirado al terrorista ni una sola vez, traicionándole ingenua y francamente. Él lo comprendía y guardaba silencio, sonriendo con la sonrisa extraña de una piedra.

A la puerta se veían mujeres medio desnudas. Entre ellas estaban las que pocas horas antes habían estado en la habitación. Le miraban indiferentes, con una curiosidad estúpida, como si le vieran por primera vez. Lo habían olvidado todo.

Se les echó pronto de allí.

Ahora el día había avanzado y en la claridad de la mañana la habitación era todavía más repugnante. Dos oficiales que habían pasado la noche en la casa entraron, vestidos y lavados ya.