Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич. Страница 9
—¡Cómo has ensuciado esto!...
«El Gitano» le replicó con rapidez:
—Tú, en cambio, cara de perro, has ensuciado toda la tierra y no te digo nada. ¿A qué has venido aquí?
El inspector, con la misma rudeza, le dijo que había una plaza vacante de verdugo, y le propuso desempeñarla. «El Gitano» se echó a reír a carcajadas, enseñando sus dientes:
—¿Conque no hay aspirantes? ¡Pues sí que es gracioso! ¡Que manden, que manden ahorcar ahora! Ja, ja! Tienen todo: tienen un pescuezo y tienen una cuerda, pero se fastidian, que no tienen quien ahorque. ¡Realmente, es gracioso!
—Quedarás vivo si aceptas.
—¡Hombre, claro! ¡Después de muerto no iba a ahorcar!
—Bueno, ¿en qué quedamos? ¿Aceptas el cargo o no lo aceptas?
—¿Y cómo ahorcan ustedes?... ¿Será ocultamente, en silencio, o en público?
—Sí, con música —replicó groseramente el inspector.
—¡Qué tonto eres! Claro que se necesitará música. Algo así —y se puso a cantar una cosa alegre.
—Estás loco, amigo —dijo el inspector—. Bueno, ¿qué decides? Habla con formalidad.
«El Gitano» volvió a enseñar los dientes, exclamando:
—¡No te precipites! ¡Vuelve otro día y hablaremos!
Y en el caos de imágenes vivas, pero incompletas, que abrumaba al «Gitano» con su vértigo loco, hízose lugar otra nueva: ¡Qué bien estaría él de verdugo, con blusa roja! Sin que faltara detalle, se representó la plaza, llena de gente; el patíbulo, asomando en alto, y él, con su blusa roja, paseando por la plataforma con el hacha en la mano diestra. El sol lo iluminaba todo y centelleaba en el arma, y era el cuadro tan alegre y animado, que el mismo condenado, a quien iban a decapitar, sonreía también. Detrás del público se veían los carros y los caballos de los muyikque habían acudido de las aldeas, y más allá, el campo, verde y dilatado.
Pensando todo esto, chasqueó los labios, pasó por ellos la lengua y escupió.
Pero de improviso, como si le hubieran encasquetado el gorro de piel hasta la boca, obscureciósele todo; sintió un nudo en la garganta, y el corazón se le convirtió en un pedazo de hielo, que heló todo su cuerpo.
Dos veces más volvió a pasar el inspector por su calabozo, y las dos le dijo «el Gitano», enseñando los dientes:
—¡Qué impaciente eres! Vuelve más tarde.
Por fin, un día, al pasar por delante del calabozo, el inspector le gritó por la mirilla:
—¡Has perdido tu oportunidad! ¡Ya está cubierta la plaza!
—¡Bueno, vete al diablo y ahórcate! —replicó malhumorado «el Gitano», y dejó de pensar en ser verdugo.
A medida que se aproximaba el día de la ejecución, el tumulto de sus fragmentadas visiones se le hizo atrozmente insoportable. Habría querido detenerse, hincar los pies y pararse; pero un torrente circular le arrastraba y giraba en torno suyo. Tornóse inquieto su sueño; asaltábanle pesadillas horrendas, todavía más agobiadoramente impetuosas que sus pensamientos diurnos. Ya no era aquello un torrente, sino una caída sin fin desde una montaña también sin fin, un vuelo vertiginoso por el mundo entero. Cuando estaba libre usaba sólo un bigote bastante elegante; pero en la cárcel le había salido una barba corta, negra y de pelos tiesos, que le daba aspecto de loco. A veces conseguía apartar todo pensamiento y daba vueltas por el calabozo sin ton ni son; empero, aun en aquellos momentos, seguía palpando las paredes como si buscase salida. Y siempre bebía agua en cantidades enormes.
Cierto día, al anochecer, cuando encendieron la luz, el bandido se puso a gatas en medio del calabozo y empezó a aullar como un lobo, con voz trémula. Tenía en aquel instante una gravedad particular, y aullaba como si estuviese haciendo una cosa importante e imprescindible. Llenaba el pecho de aire, lo dejaba salir lentamente, con un sonido prolongado y vibrante, cerrando ¿1 propio tiempo los ojos, escuchando con atención.
El temblor de la voz parecía hecho adrede, como todo aquel grito de fiera, lleno de indescriptible horror y tristeza, en cada una de cuyas notas percibíase un cuidado especial de artista concienzudo.
De pronto dejó de aullar, permaneció callado unos cuantos segundos, sin abandonar la postura, y quedito, con la cara pegada al suelo, profirió:
—¡Hermanitos míos, queridos!... ¡Hermanitas, tened compasión!... ¡Hermanitas!... ¡Queridos!...
Y como si esperase la respuesta, dicha una frase, se quedaba escuchando.
Luego se levantó de un salto, y durante una hora entera estuvo vomitando insultos:
—¡Tales y cuales!... —gritaba, revolviendo los ojos, inyectados en sangre—. ¡Si queréis ahorcarme, hacedlo de una vez! ¡Hijos de...!
El soldado, blanco como la cera, llorando de angustia y de horror, le apuntaba con el fusil por la ventanilla y le gritaba desesperadamente:
—¡Te voy a pegar un tiro, como hay Dios! ¡Te voy a dejar seco!
Pero no se atrevía a disparar. Contra los condenados a muerte, a no ser que se rebelasen, nunca se disparaba. «El Gitano» rechinaba los dientes, blasfemaba y lanzaba escupitajos. Su cerebro humano colocado en la divisoria entre la vida y la muerte se descomponía y desmenuzaba como una partícula seca de barro al soplo del viento.
Cuando aparecieron por la noche en la celda para llevárselo al patíbulo, «el Gitano» se animó, como si le invadiese un torrente nuevo de vida, asomó a su boca la saliva espumajosa incontenida y sus ojos chispearon con la luz salvaje de otras veces. Mientras se vestía preguntó a uno de los carceleros:
—¿Quién me va a ahorcar? ¿El nuevo? A lo mejor no sabrá hacerlo todavía.
—De eso no tienes que preocuparte tú —contestó secamente el funcionario.
—¿Cómo no? Es a mí a quien van a despachar, y no a ti.
—¡Bueno, a callar!
—¿A callar? ¡Vaya cara! Pero, hombre, ¡si vas a reventar!...
—¡A callar he dicho!
—¡Bien, hombre; no te incomodes!
Lanzó una carcajada; mas de pronto empezaron a flaquearle las piernas... Sin embargo, al salir al patio, haciendo un gesto de irónica solemnidad, pudo gritar todavía:
—¡El coche del señor conde!
V ¡Bésalo y calla!
La sentencia de los cinco terroristas fue notificada en forma definitiva y confirmada el mismo día. A los condenados no se les dijo cuándo se les iba a ejecutar; pero no ignoraban que, como se hacía de ordinario, serían colgados la misma noche o, lo más tarde, a la siguiente, y cuando al otro día, es decir, el jueves, les autorizaron para recibir la visita de sus padres, comprendieron, sin quedarles duda, que la ejecución habría de verificarse el viernes al amanecer.