El Abisinio - Rufin Jean-christophe. Страница 29
El padre De Brevedent, a quien sus companeros le habian aconsejado obrar como ellos, y sobre todo que no se le ocurriera rechazar aquellos honores, se pasaba la noche dando gracias a Dios por miedo a sufrir el asalto de aquella criatura en el momento mas inesperado. Mal repuesto de su inflamacion, y debilitado por tantos avatares, el jesuita acabo de quebrantar su salud con aquellas veladas febriles. El maestro Juremi le hizo notar con ironia que para defender su castidad no era preciso seguir al pie de la letra la maxima ignaciana «Perinde ac cadaver». Pero fue en vano.
En cuanto a Hadji Ali, que no habria sido tan remilgado, las espinas le habian dejado tantas cicatrices que respondia con gritos al mas minimo roce, y se limitaba a ironizar sobre las costumbres de aquellos salvajes, mientras lamentaba hipocritamente que el islam no las hubiera enmendado todavia.
Avanzaron cinco dias mas, de villorio en villorio, hasta llegar a Grefim, un pueblo anegado en la sombra de las palmeras, cuajado de flores y frutos como guayabas, granadas, aguacates y naranjas. Los loros y otros pajaros de vivos colores poblaban el arbolado en vez de los horribles buitres que habian sido la unica compania de los viajeros durante todo el viaje.
Aun tuvieron que hacer dos breves etapas por el desierto antes de llegar al fertil valle de Semonee, que conducia a Serke, un gran asentamiento comercial rodeado de colinas blanquecinas debido a sus plantaciones de algodon. En el centro de la ciudad habia un bullicioso mercado en el que se apilaban los productos horticolas traidos de los alrededores, muy colorista ademas debido a la vistosidad de las telas de algodon tenidas con pigmentos crudos, carmin, indigo o azafran que se tejian en la ciudad. El mercado desprendia un olor a especias, y los puestos exhibian las abundantes plantas aromaticas de Etiopia. La ciudad estaba bordeada por un estrecho curso de agua franqueado por un puente. Al otro lado se hallaba Abisinia, una tierra cuyos altos relieves parecian difuminarse en una bruma polvorienta.
Cruzaron el puente a las seis de la tarde. Aunque nada habia cambiado a su alrededor, en cuanto pusieron el pie en la otra orilla no pudieron contener su entusiasmo y empezaron a dar gritos de alegria. Poncet abrio el cofre de los remedios y saco un frasco que habia reservado para aquel gran dia. Se sentaron al pie de una ceiba cuyas monstruosas raices, triangulares como las aletas de un escualo, podian servir de espaldar e incluso de reclinatorio. Jean-Baptiste destapo el frasco, brindo por la llegada a Abisinia y echo un gran trago antes de pasarle el frasco al maestro Juremi, que hizo lo propio. Estaban degustando el mismo remedio que habia apaciguado tan deleitosamente al padre Gaboriau en su divan. Hadji Ali, que nada mas pisar las tierras cristianas del patriarca ya parecia menos musulman, ingirio una dosis doble. Joseph no queria beber, asi que le animaron. Diez minutos despues tuvo un vomito de sangre. Como estaban muy preocupados por esta subita indisposicion del cura, Poncet le pregunto al camellero si sabia a que distancia se hallaban del pueblo abisinio mas proximo donde poder detenerse el tiempo necesario para cuidar del enfermo a la sombra de una ceiba, o en una casa si es que encontraban alguna.
Hadji Ali dijo que no habia ningun pueblo cerca y que seria mas provechoso seguir la ruta pues la capital no estaba muy lejos. Saltaba a la vista que el mercader queria llegar cuanto antes y que, a sus ojos, la vida de un servidor no era un motivo suficiente para perder ni un minuto.
El jesuita fue del mismo parecer y resto importancia a la gravedad de sus males.
– Enseguida empezaremos a ascender hacia las montanas -dijo-. El aire fresco de las alturas seguramente me sentara mejor que un alto en este asfixiante desierto.
Rapidamente se pusieron en marcha. Una hora despues llegaron a una llanura y empezaron a internarse en un ancho valle poblado de canizales y ebanos. Conforme empezaron a remontar un angosto sendero, la vegetacion fue tornandose mas frondosa, asi que aprovecharon un claro al borde del camino para pernoctar. En medio de la noche fueron despertados por un espantoso rugido y unos gritos agudos, pero puesto que habia desaparecido la luna inundandolo todo de oscuridad, juzgaron que lo mas prudente seria quedarse todos juntos y esperar a que se hiciera de dia. Al alba comprobaron que faltaban dos camellos. Tambien vieron un enorme charco de sangre en una hondonada. Sin duda, un leon habia atacado a una de las bestias y la habia devorado. Doscientos metros mas abajo encontraron a la otra, que habia roto su cabestro llevada por el panico.
Reemprendieron su camino a traves de la espesa vegetacion, conscientes de que la vida salvaje que imperaba alli era mas amenazadora aun que la del desierto.
Habian perdido una montura, de modo que alguien tenia que ir andando. Como era de esperar, el jesuita fue el primero en ofrecerse, a pesar de que se habia quedado muy delgado, tenia fiebre y se le empezaban a hinchar las piernas. Poncet se nego en redondo.
– Dejeme -dijo el padre De Brevedent-. No sea tan considerado. Solo soy un servidor, no lo olvide. Si me trata de otra manera, despertara sospechas.
Pero esta vez no lo escucharon. El maestro Juremi lo empujo hacia la silla con cierto desden, y en esta ocasion fue el quien camino junto a la caravana.
Tardaron algun tiempo en recorrer aquel valle cada vez mas exuberante, donde de vez en cuando aparecian sicomoros de diez pies de diametro. Por la noche se turnaban para hacer guardia junto al fuego, con una pistola en la mano y con los camellos junto a ellos. Al llegar al final del valle advirtieron de pronto que se encontraban en otro mas ancho aun que parecia abarcar el primero y hasta prolongarlo. El aire de la manana era fresco y agradable debido a la altitud, y las noches frias y humedas. Al franquear el minusculo desfiladero que separaba un valle del otro descubrieron un panorama suntuoso a sus espaldas: una larga y serpenteante cicatriz jalonaba las verdes ondulaciones de la montana perfilando el camino que los habia conducido hasta alli. Como una lengua de mar que va a morir a una ribera arenosa, la mole de rocas y arboles se ondulaba, avanzaba y se precipitaba como una cascada sobre la llanura gris del desierto que ahora se veia desde lo alto. Desde lejos, una marana de palmeras y la mancha blanquecina de unos campos de cultivo sugeria un manto de espuma que aquella ola vegetal hubiera dejado atras con la resaca.
En la ladera del valle en que ahora se encontraban, unas nabeas y unos olivos silvestres conformaban casi toda la vegetacion. Oyeron el canto de una alondra y vieron un buen numero de arrendajos y picamaderos en los arboles. El sendero ascendia con sinuosidades abruptas; en ocasiones se torcia y se retorcia dos o tres veces por encima de sus cabezas. Desde que pisaron tierra abisinia no habian encontrado ninguna choza ni se habian cruzado con nadie, salvo con unas pobres gentes medio desnudas y horrorosamente rudas que caminaban encorvadas por el peso de grandes sacos de yute repletos de carbon vegetal.
De noche continuaron haciendo guardia por turnos, a pesar de que la naturaleza parecia mas benevola. Y durante el dia no vieron a ninguna fiera, aparte de unas manadas de monos muy negros y flacos con los brazos tan largos como las piernas, y tan habiles con unas extremidades como con las otras.
Por fin dejaron atras el bosque y llegaron a una pradera que se extendia como una alfombra de flores amarillas en la que crecian algunos arboles dispersos; los alrededores tambien estaban poblados por coniferas y baobabs enanos. Hacia lo alto se veia una pendiente muy escarpada, y mas alla una muralla que recortaba limpiamente las cimas, festoneando el altiplano. Conforme se acercaban, vieron erigirse por encima de ellos una especie de empalizada negruzca que discurria por las crestas como si fuera una fortificacion. A sus pies, grandes bloques de basalto desprendidos por culpa de alguna gigantesca fractura habian rodado hacia la pendiente para luego quedar suspendidos alli. Bajo el manto de aquella mullida pradera brotaban aqui y alla manantiales de agua fresca. En este anfiteatro de verdor, desde donde se avistaba el ribete de basalto de la meseta, tan cercana ya, todos se abandonaron a un placentero descanso. Se tendieron sobre la hierba esponjosa, bebieron agua clara, se caldearon al sol, dejandose acariciar por una dulce brisa, y se quedaron asi practicamente una jornada entera, silenciosos, somnolientos y con la mirada ausente. Ellos, que hasta entonces solo habian pensado en sobrevivir en aquellas tierras hostiles, admiraban ahora el cielo completamente sobrecogidos.
Jean-Baptiste tenia la sensacion de que todos rezaban. Hadji Ali lo hacia ostensiblemente, arrodillado hacia La Meca. El padre De Brevedent tenia los ojos entornados, como quien escucha desde profundidades insondables el canto de las trompetas sagradas alabando el poder yla gloria del Altisimo. Lejos de su iglesia y de sus pompas, el jesuita tenia mas dificultades que nadie para soportar aquellas soledades.
El maestro Juremi, ligeramente apartado de los demas, sacudia la cabeza, movia los labios y de vez en cuando miraba al cielo con semblante adusto, sentado en un penasco. Poncet conocia muy bien a su amigo y sabia que esa era su manera de rezar. La mirada atenta de su Dios le seguia siempre a todas partes, asi que la plegaria solo reflejaba el momento en que su Dios y el tenian algo concreto que decirse. El maestro Juremi no se andaba con rodeos; estimaba que el Creador tiene tantos deberes hacia sus criaturas como al reves, y acaso mas, porque como decia el hombre, «despues de todo, fue el quien comenzo». Por esta razon, cuando una injusticia le soliviantaba, el protestante no vacilaba en pleitear directamente con Dios; se empenaba en llevarle la contraria, e incluso le exigia explicaciones imperiosamente.
Jean-Baptiste, por su parte, daba gracias a las fuerzas invisibles del Cielo y de la Tierra, aunque para el no tuvieran ni nombre ni rostro. Durante un buen rato penso en Alix con la deliciosa sensacion de que por aquel camino se acercaba cada vez mas a ella.
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Antes de emprender la ultima subida que conducia al altiplano se desprendieron de su indumentaria europea (unos calzones harapientos y sucios y una camisa empapada cien veces en pozos, lagunas y torrentes de montana que se habia endurecido a consecuencia del polvo incrustado indefectiblemente en la tela). Los tres se vistieron con ropas moras, es decir, con una larga tunica azul y un turbante. A sabiendas de que los abisinios estaban acostumbrados a ver pasar caravanas por su territorio, Hadji Ali tenia en mente presentar a los francos como humildes camelleros para evitar que se mostraran hostiles con los viajeros.