¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер. Страница 52
- María. María. -Luego dijo:- ¿Adonde podríamos ir?
Ella no respondió. Deslizó su mano por entre su camisa y Jordan vio que le desabrochaba los botones.
- Yo también. Quiero besarte yo también -dijo ella.
- No, conejito mío.
- Sí, quiero hacerlo todo como tú.
- No; no es posible.
- Bueno, entonces, entonces…
Y hubo entonces el olor de la jara aplastada y la aspereza de los tallos quebrados debajo de la cabeza de María, y el sol brillando en sus ojos entornados. Toda su vida recordaría él la curva de su cuello, con la cabeza hundida entre las hierbas, y sus labios, que apenas se movían, y el temblor de sus pestañas, con los ojos cerrados al sol y al mundo. Y para ella todo fue rojo naranja, rojo dorado, con el sol que le daba en los ojos; y todo, la plenitud, la posesión, la entrega, se tiñó de ese color con una intensidad cegadora. Para él fue un sendero oscuro que no llevaba a ninguna parte, y seguía avanzando sin llevar a ninguna parte, y seguía avanzando más sin llevar a ninguna parte, hacia un sin fin, hacia una nada sin fin, con los codos hundidos en la tierra, hacia la oscuridad sin fin, hacia la nada sin fin, suspendido en el tiempo, avanzando sin saber hacia dónde, una y otra vez, hacia la nada siempre, para volver otra vez a nacer, hacia la nada, hacia la oscuridad, avanzando siempre hasta más allá de lo soportable y ascendiendo hacia arriba, hacia lo alto, cada vez más alto, hacia la nada. Hasta que, de repente, la nada desapareció y el tiempo se quedó inmóvil, se encontraron los dos allí, suspendidos en el tiempo, y sintió que la tierra se movía y se alejaba bajo ellos.
Un momento después se encontró tumbado de lado, con la cabeza hundida entre las hierbas. Respiró a fondo el olor de las raíces, de la tierra y del sol que le llegaba a través de ellas y le quemaba la espalda desnuda y las caderas, y vio a la muchacha tendida frente a él, con los ojos aún cerrados, y al abrirlos, le sonrió; y él, como en un susurro y como si llegara de muy lejos, aunque de una lejanía amistosa, le dijo: -Hola, conejito.
Ella sonrió y desde muy cerca le dijo:
- Hola, inglés.
- No soy inglés -dijo él perezosamente.
- Sí -dijo ella-, lo eres. Eres mi inglés. -Se inclinó sobre él, le cogió de las orejas y le besó en la frente.- Ahí tienes. ¿Qué tal? ¿Beso ahora mejor?
Luego, mientras caminaban al borde del arroyo, Jordan le dijo:
- María, te quiero tanto y eres tan adorable, tan maravillosa y tan buena, y me siento tan dichoso cuando estoy contigo, que me entran ganas de morirme.
- Sí -dijo ella-; yo me muero cada vez… ¿Tú te mueres también?
- Casi me muero, aunque no del todo. ¿Notaste cómo se movía la tierra?
- Sí, en el momento en que me moría. Pásame el brazo por el hombro, ¿quieres?
- No, dame la mano. Eso basta.
La contempló un rato y luego miró al prado, en donde un halcón estaba cazando, y miró las enormes nubes de la tarde, que venían de las montañas.
- ¿Y no sientes lo mismo con las otras? -le preguntó María, mientras iban caminando con las manos enlazadas.
- No; de veras que no.
- ¿Has querido a muchas más?
- He querido a algunas. Pero a ninguna como a ti.
- ¿Y no era como esto? ¿De veras que no?
- Era una cosa agradable, pero sin comparación.
- Se movía la tierra. ¿Lo habías notado otras veces?
- No; de veras que no. «
- ¡Ay! -exclamó ella-. Y sólo tenemos un día.
Jordan no dijo nada.
- Pero lo hemos tenido -insistió María-. Y ahora, dime ¿me quieres de verdad? ¿Te gusto? Cuando pase algún tiempo seré más bonita.
- Eres muy bonita ahora.
- No -dijo ella-. Pero ponme la mano sobre la cabeza.
Jordan lo hizo como se lo pedía y sintió que la cabellera corta se hundía bajo sus dedos con suavidad y volvía a levantarse en cuanto dejaba de acariciarla. Entonces le cogió la cabeza con las dos manos, le hizo volver la cara hacia él y la besó.
- Me gusta que me beses -dijo ella-; pero yo no sé besarte.
- No tienes que hacerlo.
- Sí, tengo que hacerlo. Si voy a ser tu mujer, tengo que procurar darte gusto en todo.
- Me das ya gusto en todo. Nadie podría procurarme un placer mayor y no sé qué tendría que hacer yo para ser más feliz de lo que soy.
- Pues ya verás -dijo ella, rebosante de felicidad-. Te gusta ahora mi pelo porque hay poco; pero cuando crezca y sea largo, no seré fea, como ahora, y me querrás mucho más.
- Tienes un cuerpo muy bonito -dijo él-; el cuerpo más lindo del mundo.
- No, lo que pasa es que soy joven.
- No; en un cuerpo hermoso hay una magia especial. No sé lo que hace la diferencia entre uno y otro cuerpo, pero tú lo tienes.
- Lo tengo para ti -dijo ella.
- No.
- Sí. Para ti siempre, y sólo para ti. Pero eso no es nada; quisiera aprender a cuidarte bien. Dime la verdad; ¿no habías notado que la tierra se moviese antes de ahora?
- Nunca -dijo él con sinceridad.
- Bueno, entonces me siento feliz -dijo ella- me siento muy feliz. Pero ¿estás pensando en otra cosa? -le preguntó María a continuación.
- Sí, en mi trabajo.
- Me gustaría que tuviésemos caballos -dijo María-; me gustaría ir en un caballo y galopar contigo, y galopar cada vez más de prisa. Iríamos cada vez más de prisa, pero nunca llegaríamos más allá de mi felicidad.
- Podríamos llevar tu felicidad en avión -dijo Jordan, sin saber lo que decía.
- Y subir, subir hacia lo alto, como esos aviones pequeñitos de caza que brillan al sol -dijo ella-. Hacer una cabriola y luego caer. ¡Qué bueno! -exclamó, riendo-. Como sería tan dichosa, no lo notaría.
- Eso sí que es felicidad -dijo él, oyendo a medias lo que decía ella.
Porque en aquellos momentos ya no estaba allí.Seguía caminando al lado de la muchacha, pero su mente estaba ocupada con el problema del puente, que ahora se le ofrecía con toda claridad, nitidez y precisión, como cuando la lente de una cámara está bien enfocada. Vio los dos puestos, y a Anselmo y al gitano vigilándolos. La carretera vacía, y después llena de movimiento. Vio en dónde tenía que colocar los dos rifles automáticos para conseguir el mejor campo de tiro y se preguntó quién habría de servirlos. Al final, lo haría él, desde luego; pero al principio ¿quién? Colocó las cargas agrupándolas y sujetándolas bien y hundió en ellas los cartuchos, conectando los alambres; volvió luego al lugar en que había dispuesto la vieja caja del fulminante. Después siguió pensando en todas las cosas que podían ocurrir y en las que podían salir mal. «Basta -se dijo-. Deja de pensar en esas cosas. Has hecho el amor a esa muchacha, y ahora que tienes la mente despejada te pones a buscarte cavilaciones. Una cosa es pensar en lo que tienes que hacer y otra preocuparte inútilmente. No te preocupes. No debes hacerlo. Sabes perfectamente lo que tendrás que hacer y lo que puede ocurrir. Por supuesto, hay cosas que pueden ocurrir. Cuando; te metiste en este asunto, sabías cuál era el objeto de tu lucha. Luchabas precisamente contra lo que ahora te ves obligado a hacer para contar con alguna probabilidad de triunfo.