¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер. Страница 53

Te ves forzado a utilizar a personas que estimas, como si; fueran tropas por las que no sintieras ningún afecto, si es; que quieres tener éxito. Pablo ha sido indudablemente el.más listo. Vio en seguida el peligro. La mujer estaba enteramente a favor del asunto y lo sigue estando, pero poco a poco se ha ido dando cuenta de lo que implicaba realmente y eso la ha cambiado mucho. El Sordo vio el peligro inmediatamente, pero está resuelto a llevarlo a cabo, aunque el asunto no le gusta más de lo que te gusta a ti. De manera que dices que no es lo que pueda sucederte a ti, sino lo que pueda sucederles a la mujer y a la muchacha y a los otros lo que te preocupa. Está bien. ¿Qué es lo que les hubiera sucedido de no haber aparecido tú? ¿Qué es lo que les sucedió antes de que tú vinieras? Es mejor no pensar en ello. Tú no eres responsable de ellos salvo en la acción. Las órdenes no emanan de ti. Emanan de Golz. ¿Y quién es Golz? Un buen general. El mejor de los generales bajo cuyas órdenes hayas servido nunca. Pero ¿debe ejecutar un hombre órdenes imposibles sabiendo a qué conducen? ¿Incluso aunque provengan de Golz, que representa al partido al mismo tiempo que al ejército?» Sí, debía ejecutarlas, porque era solamente ejecutándolas como podía probarse su imposibilidad. ¿Cómo saber que eran imposibles mientras no se hubiesen ensayado? Si todos se ponían a decir que las órdenes eran imposibles de cumplir cuando se recibían, ¿adonde irían a parar? ¿Adonde iríamos a parar todos, si se contentasen con decir «imposible» en el momento de recibir las órdenes?

Ya conocía él jefes para quienes eran imposibles todas las órdenes. Por ejemplo, aquel cerdo de Gómez, en Extremadura. Ya había visto bastantes ataques en que los flancos no avanzaban porque avanzar era imposible. No, él ejecutaría las órdenes, y si llegaba a tomar cariño a la gente con la que trabajaba, mala suerte.

Con su trabajo, ellos, los partizans, los guerrilleros, concitaban peligro y mala suerte a las gentes que les prestaban abrigo y ayuda. ¿Para qué? Para que algún día no hubiese más peligros y el país pudiera ser un lugar agradable para vivir. Así era, aunque la cosa pudiese parecer muy trillada.

Si la República perdiese, resultaría imposible para los que creían en ella vivir en España.¿Estaba seguro de ello?Sí, lo sabía por las cosas que había visto que habían sucedido en los lugares en donde habían estado los fascistas.

Pablo era un cerdo, pero los otros eran gentes extraordinarias y ¿no sería traicionarlas el forzarlas a hacer ese trabajo? Quizá lo fuera. Pero si no lo hacían, dos escuadrones de caballería los arrojarían de aquellas montañas al cabo de una semana.

No, no se ganaba nada dejándolos tranquilos. Salvo que se debía dejar tranquilo a todo el mundo y no molestar a nadie. De manera, se dijo, que él creía que era menester dejar a todo el mundo tranquilo. Sí, lo pensaba así. Pero ¿qué sería entonces de la sociedad organizada y de todo lo demás? Bueno, eso era un trabajo que tenían que hacer los otros. El tenía que hacer otras cosas, por su cuenta, cuando acabase la guerra. Si luchaba en aquella guerra era porque había comenzado en un país que él amaba y porque creía en la República y porque si la República era destruida, la vida sería imposible para todos los que creían en ella. Se había puesto bajo el mando comunista mientras durase la guerra. En España eran los comunistas quienes ofrecían la mejor disciplina, la más razonable y la más sana para la prosecución de la guerra. El aceptaba su disciplina mientras durase la guerra porque en la dirección de la guerra los comunistas eran los únicos cuyo programa y cuya disciplina le inspiraban respeto.

Pero ¿cuáles eran sus opiniones políticas? Por el momento, no las tenía. «No se lo digas a nadie -pensó-. No lo admitas siquiera. ¿Y qué vas a hacer cuando se acabe esta guerra? Me volveré a casa para ganarme la vida enseñando español, como lo hacía antes, y escribiré un libro absolutamente verídico. Apuesto algo a que lo escribiré. Apuesto algo a que no será difícil escribirlo.»

Convendría que hablara de política con Pablo. Sería interesante sin duda conocer su evolución. El clásico movimiento de izquierda a derecha, probablemente; como el viejo Lerroux. Pablo se parecía mucho a Lerroux. Prieto era de la misma calaña. Pablo y Prieto tenían una fe, semejante poco más o menos, en la victoria final. Los dos tenían una política de cuatreros. El creía en la República como una forma de Gobierno; pero la República tendría que sacudirse a aquella banda de cuatreros que la habían llevado al callejón sin salida en que se encontraba cuando la rebelión había comenzado. ¿Hubo jamás un pueblo como éste, cuyos dirigentes hubieran sido hasta ese punto sus propios enemigos?

Enemigos del pueblo. He ahí una expresión que podía él pasar muy bien por alto, una frase tópica que convenía sacudirse. Todo ello era el resultado de haber dormido con María. Sus ideas políticas se iban convirtiendo desde hacía algún tiempo en algo tan estrecho e inconformista como las de un baptista de caparazón duro, y expresiones como enemigos del pueblo le acudían a la memoria sin que se tomase la pena de examinarlas. Toda clase de clisés revolucionarios y patrióticos. Su mente los adoptaba sin criticarlos. Quizá fueran auténticos, pero se habituaba demasiado fácilmente a tales expresiones. Sin embargo, después de la última noche y de la conversación con el Sordo, tenía el espíritu más claro y más dispuesto para examinar aquel asunto. El fanatismo era una cosa extraña. Para ser fanático hay que estar absolutamente seguro de tener la razón y nada infunde esa seguridad, ese convencimiento de tener la razón como la continencia. La continencia es el enemigo de la herejía.

¿Resistiría la premisa un examen? Esa era la razón por la que los comunistas perseguían tanto a los bohemios. Cuando uno se emborracha o comete pecado de fornicación o de adulterio, descubre uno su propia falibilidad hasta en ese sustitulo tan mudable del credo de los apóstoles: la línea del partido. Abajo con la bohemia, el pecado de Mayakovski.

Pero Mayakovski era ya un santo. Porque había muerto y estaba enterrado convenientemente. «Tú también vas a estar apañado uno de estos días. Bueno, basta, basta de pensar en esto. Piensa en María.»

María hacía mucho daño a su fanatismo. Hasta ahora no había ella dañado a su capacidad de resolución, pero notaba que prefería por el momento no morir. Renunciaría con gusto o un final de héroe o de mártir. No aspiraba a las Termópilas ni deseaba ser el Horacio de ningún puente ni el muchachito holandés con el dedo en el agujero del dique. No. Le hubiera gustado pasar algún tiempo con María. Y ésa era la expresión más sencilla de todos sus deseos. Le hubiera gustado pasar algún tiempo, mucho tiempo con María.

No creía nunca que hubiera una cosa como mucho tiempo, pero, si por casualidad la había, le gustaría pasarlo con ella.

«Podríamos ir a un hotel y registrarnos como el doctor Livingstone y su mujer. ¿Por qué no?

Pero ¿por qué no casarse con ella? Naturalmente, se casaría. «Entonces seríamos el señor y la señora Jordan de Sun Valley (Idaho). O de Corpus Christi (Texas), o de Butte (Montana).

Las españolas son estupendas esposas. Lo sé porque no he tenido nunca ninguna. Y cuando vuelva a mi puesto de la Universidad hará una mujer de profesor excelente, y cuando los estudiantes de cuarto curso de castellano vengan por la noche a fumar una pipa y a discutir de manera libre e instructiva sobre Quevedo, Lope de Vega, Galdós y otros muertos admirables, María podrá contarles cómo algunos cruzados de la verdadera fe, vestidos de camisa azul, se sentaron sobre su cabeza, mientras otros le retorcían los brazos, y le levantaban la falda para así amordazarla.