¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер. Страница 72

- Agustín -llamó.

- ¿Qué? -contestó Agustín, elevando una mirada hosca y apartándola de Pablo.

- Tengo que hablar contigo -dijo Robert Jordan.

- Luego.

- No, ahora -dijo Robert Jordan-. Por favor.

Robert Jordan se había acercado a la entrada de la cueva y Pablo seguía sus movimientos con los ojos. Agustín, alto, con las mejillas hundidas, se puso en pie y se le acercó. Se movía a disgusto y despectivamente.

- ¿Has olvidado lo que hay en los sacos? -le preguntó Robert Jordan en voz baja.

- Leche -dijo Agustín-. Uno se habitúa a todo y luego se olvida.

- Yo también lo había olvidado.

- Leche -repitió Agustín-. ¡Leche! Somos unos imbéciles. -Se volvió despreocupadamente hacia la mesa y tomó asiento junto a ella-. Toma un trago, Pablo, hombre -dijo-. ¿Qué tal van los caballos?

- Muy bien -contestó Pablo-. Y ahora nieva menos.

- ¿Crees que va a dejar de nevar?

- Sí -dijo Pablo-. Cae menos nieve y los copos son ahora pequeños y duros. El viento va a continuar, pero la nieve se va. El viento ha cambiado..

- ¿Crees que estará claro mañana por la mañana? -le preguntó Robert Jordan.

- Sí -contestó Pablo-. Creo que mañana hará frío, pero estará despejado. Se está levantando el viento.

«Mírale -se dijo Robert Jordan-. Ahora es un santurrón. Ha cambiado como el viento. Tiene la cara y el cuerpo de un cerdo y sé que es un asesino de categoría; pero tiene la sensibilidad de un buen barómetro. Sí, también el cerdo es un animal muy inteligente. Pablo nos odia; o quizá no nos odie y odie solamente nuestros proyectos. Nos mete en un callejón sin salida con su odio y sus insultos, pero cuando ve que estamos dispuestos a acabar con él, cambia de actitud y vuelve a empezar como si no hubiera pasado nada.»

- Tendremos buen tiempo para lo del puente, inglés -dijo Pablo a Robert Jordan.

- ¿Lo tendremos? -preguntó Pilar-. ¿Quiénes?

- Nosotros -contestó Pablo, y bebió un trago de vino-. ¿Por qué no? Lo he pensado bien mientras estaba afuera. ¿Por qué no ponernos todos de acuerdo?

- ¿En qué? -preguntó la mujer-. ¿En qué tenemos que ponernos de acuerdo?

- En todo -le contestó Pablo-; en ese asunto del puente. Yo estoy ahora contigo.

- ¿Estás ahora con nosotros? -le preguntó Agustín-. ¿Después de lo que has dicho?

- Sí -dijo Pablo-; con este cambio del tiempo he cambiado también yo.

Agustín movió la cabeza.

- El tiempo -dijo, y volvió a mover la cabeza-. Después de los bofetones que te he dado.

- Así es -dijo Pablo sonriendo y pasándose la mano por la boca-. Después de eso, también.

Robert Jordan observaba a Pilar, que, a su vez, miraba a Pablo como si fuera un animal extraño. Quedaba aún en el rostro de ella la sombra que la conversación de los ojos arrancados había extendido. Como queriendo alejarla, movió la cabeza; luego la echó hacia atrás y dijo:

- Oye -dirigiéndose a Pablo.

- ¿Qué quieres?

- ¿Qué es lo que te pasa?

- Nada -contestó Pablo-. He cambiado de opinión, y eso es todo.

- Has estado escuchando a la puerta -dijo ella.

- Sí -dijo él-; pero no pude oír nada.

- Tienes miedo de que te maten.

- No -dijo, mirando por encima de la taza-; no tengo miedo. Y tú lo sabes.

- Entonces, ¿qué te ha pasado? -preguntó Agustín-. Hace un momento estabas borracho, nos insultabas a todos, no querías trabajar en el asunto que llevamos entre manos, hablabas de que podíamos morir de una manera sucia, insultabas a las mujeres y te oponías a todo lo que había que hacer.

- Estaba borracho.

- ¿Y ahora?

- Ahora ya no estoy borracho -dijo Pablo-, y he cambiado de parecer.

- Que te crea el que quiera -dijo Agustín-; yo, no.

- Me creas o no me creas -dijo Pablo-, no hay nadie como yo para llevarte a Gredos.

- ¿A Gredos?

- Es el único sitio adonde podremos ir después de volar el puente.

Robert Jordan miró a Pilar y se llevó la mano a la oreja, del lado que no veía Pablo, golpeándola ligeramente con un gesto interrogativo.

La mujer aseveró y volvió a aseverar. Dijo algo a María y la muchacha se acercó a Jordan.

- Dice que es seguro que lo ha oído todo -susurró María al oído de Robert Jordan.

- Entonces, Pablo -dijo Fernando, con mucha formalidad-, ¿estás ahora de acuerdo con nosotros sobre el asunto del puente?

- Sí, hombre -contestó Pablo, y miró a Fernando a los ojos, mientras asentía con la cabeza.

- ¿De veras? -preguntó Primitivo.

- De veras -replicó Pablo.

- ¿Y crees que podemos tener éxito? -preguntó Fernándo-. ¿Tienes ahora confianza en ello?

- ¿Cómo no? ¿No tienes confianza tú?

- Sí; pero yo he tenido siempre confianza.

- Tendré que irme de aquí -dijo Agustín.

- Hace frío fuera -replicó Pablo en tono amistoso.

- Quizá -dijo Agustín-; pero no puedo seguir más tiempo en este manicomio.

- No llames a esta cueva manicomio -dijo Fernando.

- Un manicomio de locos criminales -dijo Agustín-. Y me voy antes de que yo también me vuelva loco.

Capítulo dieciocho

«Esto es como un tiovivo -pensó Robert Jordan-. No es un tiovivo como esos que giran alegremente a los sones de un organillo, con los chicos montados sobre vacas de cuernos dorados, donde hay sortijas que se ensartan con bastones al pasar, a la luz vacilante del gas, en las primeras sombras que caen sobre la Avenida del Maine; uno de esos tiovivos instalados entre un puesto de pescado frito y una barraca en la que gira la Rueda de la Fortuna, con las tiras de cuero golpeando los compartimientos numerados y las pirámides de terrones de azúcar, que sirven como premio. No, no es esa clase de tiovivo, aunque haya gente esperando aquí, igual que esperan allí los hombres con las gorras caladas y las mujeres con sus chaquetas de punto, descubierta la cabeza y brillando el cabello a la luz del gas, mientras contemplan fascinadas la Rueda de la Fortuna que da vueltas. Esta es otra clase de rueda y gira en sentido vertical. Esta rueda ha dado ya dos vueltas. Es una rueda muy grande, sujeta por un compás, y cada vez que gira vuelve al punto de partida. Uno de sus lados es más alto que el otro, y cuando vuelve a descender os encontráis en el lugar de partida. No tiene premios de ninguna clase, y nadie montaría en ella por gusto. Se encuentra uno arriba y tiene que dar la vuelta sin haber abrigado la menor intención de subirse a ella. No hay más que una sola vuelta, grande, elíptica, que nos eleva y nos deja caer después, volviendo al lugar de donde partimos. Henos aquí de vuelta otra vez sin que nada se haya solucionado.»