¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер. Страница 70

- Tú tienes que saberlo -dijo Pablo-. Conoces a la mujer.

Agustín le golpeó de nuevo con fuerza en la boca y Pablo se echó a reír, dejando al descubierto unos dientes amarillos, rotos, gastados, entre la línea ensangrentada de los labios.

- Acaba ya -dijo. Y cogió su taza para tomar nuevamente vino del cuenco-. Aquí no tiene nadie c… para matarme. Y todo eso de pegar es una tontería.

- ¡Cobarde! -gritó Agustín.

- Eso no son más que palabras -dijo Pablo. Hizo buches con el vino para enjuagarse la boca y luego escupió al suelo-. Las palabras no me hacen mella.

Agustín permaneció parado junto a él, injuriándole; hablaba con lentitud, claridad y desdén, y le injuriaba de una forma tan regular como si estuviera arrojando estiércol en un campo, descargándolo de un carro.

- Tampoco eso vale. Tampoco eso vale. Acaba ya, Agustin, y no me pegues más. Vas a hacerte daño en las manos.

Agustín se apartó de él y se fue hacia la puerta.

- No salgas -dijo Pablo-; está nevando afuera. Quédate aquí al calor.

- Tú, tú… -Agustín se volvió para hablarle, poniendo todo su desprecio en el monosílabo-. Tú, tú…

- Sí, yo, y estaré todavía vivo cuando tú estés enterrado.

Llenó de nuevo la taza de vino, la elevó hacia Robert Jordan y dijo:

- Por el profesor. -Luego, dirigiéndose a Pilar:- Por la señora comandanta. -Y mirando a todos alrededor:- Por los ilusos.

Agustín se le acercó y, con un golpe rudo, le arrancó la taza de las manos.

- Ganas de perder el tiempo -dijo Pablo-. Es una tontería.

Agustín le insultó de un modo todavía más grosero.

- No -replicó Pablo, metiendo otra taza en el barreño-. Estoy borracho; ya lo ves. Cuando no estoy borracho, no hablo. Tú no me has visto nunca hablar tanto. Pero un hombre inteligente se ve obligado a emborracharse algunas veces para poder pasar el tiempo con los imbéciles.

- Me c… en la leche de tu cobardía -dijo Pilar-. Estoy harta de ti y de tu cobardía.

- ¡Cómo habla esta mujer! -dijo Pablo-. Voy a ver a los caballos. -Ve a encularlos -dijo Agustín-. ¿No es eso lo que haces con ellos?

- No -dijo Pablo, negando con la cabeza. Se puso a descolgar su enorme capote de la pared, sin perder de vista a Agustín-. Tú, tú y tu mala lengua -dijo.

- ¿Qué es lo que vas a hacer entonces con los caballos? -preguntó Agustín.

- Observarlos -contestó Pablo.

- Encularlos-dijo Agustín-. Maricón de caballos.

- Quiero mucho a mis caballos -dijo Pablo-. Incluso por detrás son más hermosos y tienen más talento que otras personas. Divertíos -dijo, sonriendo-. Háblales del puente, inglés. Diles lo que tiene que hacer cada uno en el ataque. Diles cómo tienen que hacer la retirada. ¿Adonde les llevarás, inglés, después de lo del puente? ¿Adonde llevarás a tus patriotas? Me he pasado todo el día pensando en ello mientras bebía.

- ¿Y qué has pensado? -preguntó Agustín.

- ¿Qué es lo que he pensado? -preguntó Pablo, pasandose la lengua con cuidado por el interior de la boca-. ¿Qué te importa a ti lo que he pensado?

- Dilo -insistió Agustín.

- Muchas cosas -dijo Pablo, metiendo su enorme cabeza por el agujero de la manta sucia que le hacía de capote-. He pensado muchas cosas.

- Dilo -contestó Agustín-; di lo que has pensado.

- He pensado que sois un grupo de ilusos -dijo Pablo-. Un grupo de ilusos conducidos por una mujer que tiene los sesos entre las nalgas y un extranjero que viene a acabar con todos.

- Lárgate -dijo Pilar-. Vete a evacuar a la nieve. Vete a arrastrar tu mala leche por otra parte, maricón de caballos.

- Eso es hablar -dijo Agustín con admiración y distraídamente a la vez. Se había quedado preocupado.

- Ya me voy -dijo Pablo-; pero volveré pronto.

Levantó la manta de la entrada de la cueva y salió. Luego, desde la puerta gritó:

- Aún sigue nevando, inglés.

Capítulo diecisiete

No se oía en la cueva más ruido que el silbido que hacía la chimenea cuando caía la nieve por el agujero del techo sobre los carbones del fogón.

- Pilar -preguntó Fernando-, ¿ha quedado cocido?

- Cállate -dijo la mujer. Pero María cogió la escudilla de Fernando, la acercó a la marmita grande, que estaba apartada del fuego, y la llenó. Puso otra vez la escudilla sobre la mesa y dio un golpecito suave en el hombro de Fernando, que se había echado hacia delante para comer. Estuvo unos momentos junto a él; pero Fernando no levantó los ojos del plato. Estaba entregado enteramente a su cocido.

Agustín seguía de pie junto al fuego. Los otros estaban sentados. Pilar, a la mesa, junto a Robert Jordan.

- Ahora, inglés -dijo-, ya sabes cómo están las cosas.

- ¿Qué es lo que crees tú que hará? -preguntó Robert Jordan.

- Cualquier cosa -repuso la mujer, mirando fijamente a la mesa-. Cualquier cosa. Es capaz. Es capaz de hacer cualquier cosa.

- ¿Dónde está el fusil automático? -preguntó Robert Jordan.

- Allí, en aquel rincón, envuelto en una manta -contestó Primitivo-. ¿Lo quieres?

- Luego -dijo Robert Jordan-; quería saber dónde estaba.

- Está ahí -dijo Primitivo-; lo he metido dentro y lo he envuelto en mi manta, para que se mantenga seco. Los platos están en esa mochila.

- No se atreverá a eso -dijo Pilar-; no hará nada con la máquina.

- Decías que haría cualquier cosa.

- Sí -contestó ella-; pero no conoce la máquina. Sería capaz de arrojar una bomba. Eso es más de su estilo.

- Es una estupidez y una flojera el no haberle matado -dijo el gitano, que no había participado en la conversación de la noche hasta entonces-. Anoche debió matarle Roberto.

- Matadle -dijo Pilar. Su enorme rostro se había vuelto sombrío y respiraba con fatiga-. Estoy resuelta.

- Yo estaba contra ello antes -dijo Agustín, parado delante del fuego, con los brazos colgando sobre los costados; tenía las mejillas cubiertas por una espesa barba y los pómulos señalados por el resplandor del fuego-. Ahora estoy a favor. Ahora es peligroso y querría vernos muertos a todos.