¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер. Страница 75

Kashkin no era más que tolerado en aquel lugar. Había ciertamente un punto oscuro en su pasado y vino a España a hacer méritos. No quisieron decirle en qué consistía, pero quizá se lo dijeran ahora, ahora que Kashkin había muerto. Fuera como fuera, Karkov y él se habían hecho grandes amigos, y él también había hecho amistad con aquella mujer asombrosa, aquella mujercita morena, flaca, siempre fatigada, amorosa, nerviosa, despojada de toda amargura, aquella mujer de cuerpo esbelto, poco cuidadosa de sí misma, aquella mujer de cabellos negros, cortos, entrecanos, que era la mujer de Karkov y que servía como intérprete en la unidad de tanques. También se había hecho amigo de la amante de Karkov, que tenía ojos de gato, cabellos de oro rojizo, más rojos o más dorados, según el peluquero de turno, un cuerpo perezoso y sensual, hecho para amoldarse con otro cuerpo, una boca hecha para moldearse con otra boca y una cabeza estúpida, una mujer extremadamente ambiciosa y extremadamente leal. Aquella mujer gustaba de chismes y se entregaba pasajeramente a otros amores, cosa que parecía divertir a Karkov. Se contaba que Karkov tenía otra mujer más, aparte la de la unidad de tanques, o quizá dos, pero nadie lo sabía con certeza. A Robert Jordan le gustaban mucho tanto la mujer, a la que conocía, como la amante. Pensaba que probablemente también le gustaría la otra, de conocerla, concediendo que la hubiese. Karkov tenía buen gusto en materia de mujeres.

Había centinelas con la bayoneta calada delante de la puerta cochera del Gaylord y sería aquella noche el lugar más confortable del Madrid sitiado. Le gustaría estar allí, en vez de donde se encontraba, aunque, después de todo, se estaba bien, ahora que la rueda se había parado. Y la nieve se estaba parando también.

Le gustaría presentar a María a Karkov; pero no podría llevarla al Gaylord sin pedir permiso, y habría que averiguar antes cómo iban a recibirle después de aquella expedición. Golz estaría allí en cuanto el ataque hubiese terminado, y si Jordan había trabajado bien, todo el mundo lo sabría por Golz. Golz se burlaría de él a causa de María. Sobre todo después de lo que había oído decir a Jordan a propósito de su falta de interés por las chicas.

Se inclinó para llenar su taza de vino en la vasija que había delante de Pablo, diciendo: «Con tu permiso».

Pablo asintió con la cabeza. «Está metido en sus planes militares, supongo», pensó Robert Jordan. «No quiere buscar una efímera fama en la boca del cañón, sino la solución de algún problema en el fondo de la botella. De cualquier manera, el marrajo ha debido de ser sumamente astuto para haber conseguido llevar adelante con éxito esta banda durante tanto tiempo.» Miró a Pablo y se preguntó qué jefe de guerrilla habría sido en la guerra civil de los Estados Unidos. «Hubo montañas en ella», pensó; «pero sabemos muy pocas cosas sobre ellos». No se trataba de los Quantrill, ni de los Mosby, ni de su propio abuelo; sino de los pequeños, de los que operaban en los bosques. Y por lo que se refería a la bebida, ¿fue Grant realmente un borracho? Su abuelo decía que lo fue. Grant estaba siempre un poco bebido hacia las cuatro de la tarde, decía, y en Vicksburg, cuando el asedio, estuvo completamente borracho durante dos días. Pero el abuelo decía que funcionaba de un modo enteramente normal aunque hubiese bebido. Lo difícil era despertarle. Pero si se lograba despertarle, entonces se conducía con entera normalidad.

Hasta el momento no había habido ningún Grant ni ningún Sherman ni ningún Stonewall Jackson en ninguno de los dos bandos de la guerra. No, ni siquiera ningún Jeb Stuart. Ni siquiera un Sheridan. Pero había habido montañas de MacClellans. Los fascistas poseían muchos y nosotros teníamos tres por lo menos.

No había visto ningún genio militar en aquella guerra. Ni uno. Ni cosa que se le pareciera ni por el forro.

Kleber, Lucasz y Hans habían trabajado bien por su parte durante la defensa de Madrid con las brigadas internacionales y luego estaba aquel viejo calvo, con gafas, engreído y estúpido, como una lechuza, incapaz de mantener una conversación, valeroso y pesado como un toro, el viejo Miaja, con una reputación hecha a golpes de propaganda y tan celoso de la publicidad que le debía a Kleber, que obligó a los rusos a relevarle del mando y enviarle a Valencia. Kleber era un buen soldado, aunque limitado, y hablaba mucho para el puesto que ocupaba. Golz era un buen general, un buen soldado, pero siempre se le mantuvo en una posición subalterna y nunca se le dejó libertad de acción. Este ataque era el asunto más importante que había tenido entre sus manos hasta el presente. Y Robert Jordan no estaba muy contento con lo que había sabido del ataque. Después estaba Gall, el húngaro, que debería haber sido fusilado de ser ciertas la mitad de las cosas que se contaban de él en el Gay lord. Y aunque sólo fueran ciertas un diez por ciento, pensó Robert Jordan.

Hubiera querido ver la batalla en la meseta más allá de Guadalajara, donde fueron derrotados los italianos. Pero entonces estaba él en Extremadura. Hans se lo contó una noche en el Gaylord, haciéndoselo ver todo con la mayor claridad, y de eso hacía dos semanas. Hubo un momento en que todo estaba perdido, cuando los italianos rompieron las líneas cerca de Trijueque. Si la carretera de Torija-Brihuega hubiera sido cortada, habría quedado copada la Brigada 12. Pero, sabiendo que teníamos que entendérnosla con italianos, le había dicho Hans, nos arriesgamos a una maniobra que hubiera sido injustificada con cualquiera otra clase de tropas. Y tuvo éxito.

Hans se lo había explicado todo con sus mapas de batalla. Siempre los llevaba consigo, y parecía aún maravillado y feliz de aquel milagro. Hans era un buen soldado y un buen compañero. Las tropas de Lister, de Modesto y del Campesino se comportaron bien en aquella batalla, le había dicho Hans. El mérito correspondía a los jefes y a la disciplina que los jefes imponían. Pero Lister, el Campesino y Modesto habían ejecutado varias de las maniobras que aconsejaron los militares rusos. Parecían alumnos pilotos que condujesen un avión de doble mando, de manera que el profesor pudiera intervenir si el alumno cometía un error. En fin, aquel año se pondría en claro todo lo que hubiesen aprendido. Al cabo de cierto tiempo no habría doble mando y se les vería manejar entonces divisiones y cuerpos de ejército enteramente solos.

Eran comunistas y tenían sentido de la disciplina. La disciplina que ellos implantaban haría buenos soldados. Lister era feroz en eso. Era un verdadero fanático y tenía por la vida humana un desprecio español. En muy pocos ejércitos desde la invasión del Occidente por los tártaros, se había ejecutado sumariamente a los hombres por motivos tan insignificantes como bajo su mando. Pero sabía cómo hacer de una división una unidad de combate. Porque una cosa era mantener una posición. Otra, atacarla y tomarla, y otra muy distinta hacer maniobrar a un ejército en campaña, se decía Robert Jordan, sentado junto a la mesa. «Por lo que he visto, me gustaría ver cómo se las bandea Lister cuando se supriman los dobles mandos. Pero quizá no se supriman -pensó-. Falta saber si se suprimirán. O si acaso son reforzados. Me pregunto cuál es la postura rusa en todo eso. Hay que ir al Gaylord para saberlo. Hay montones de cosas que quiero saber y que no sabré más que en el Gaylord.»

Durante algún tiempo creyó que el Gaylord le hacía daño. Era lo contrario del comunismo puritano a estilo religioso de Velázquez 63, el palacete madrileño transformado en cuartel general de la brigada internacional. En Velázquez 63 uno se sentía miembro de una orden religiosa. La atmósfera del Gaylord estaba muy alejada de la sensación que se experimentaba en el cuartel general del Quinto Regimiento antes que fuera disuelto y repartido entre las brigadas del nuevo ejército.