Que dificil es ser Dios - Стругацкие Аркадий и Борис. Страница 38
Se levanto y abrio la ventana de par en par. Los grupos de luces acababan de ponerse en movimiento a traves de la ciudad a oscuras. Se separaban formando hileras, y aparecian y desaparecian entre las invisibles casas. Un sonido extrano se produjo entonces en la ciudad, algo asi como un lejano aullido polifonico. En un instante se produjeron dos incendios que iluminaron los tejados de las casas vecinas. En el puerto se notaba cierta agitacion. Los acontecimientos habian empezado. Dentro de unas horas quedaria en claro lo que representaba la union del ejercito Gris con el ejercito nocturno, la union absurda de los tenderos con los salteadores de caminos, quedaria claro lo que pretendia Don Reba y en que consistia su nueva provocacion. Concretamente, se sabria a quien iban a pasar a cuchillo aquella noche. Lo mas probable es que hubiera comenzado la noche de las espadas largas, es decir, de la aniquilacion de los mandos Grises que se habian extralimitado y al mismo tiempo de los barones que se hallaran en la ciudad y de los aristocratas menos adeptos. ?Donde estara Pampa?, penso Rumata. Si no lo cogen durmiendo, se defendera.
No pudo seguir pensando. Empezaron a oirse nerviosos golpes dados con el puno en la puerta, y una voz empezo a gritar:
— ?Abrid, la guardia! ?Abrid!
Rumata descorrio los cerrojos. Un hombre semidesnudo y palido de terror irrumpio en la estancia, se aferro al cuello del jubon de Rumata y grito temblando:
— ?Donde esta el principe? ?Budaj ha envenenado al Rey! ?Los espias irukanos han provocado una insurreccion en la ciudad! ?Salvad al principe!
El hombre, Ministro del Patrimonio real, una persona poco inteligente pero muy leal, empujo a Rumata y penetro en la alcoba del principe: Inmediatamente se oyeron gritos de mujeres. Pero en aquel mismo momento un grupo de milicianos, cenudos y sudorosos forzaron la puerta interponiendo sus herrumbrosas hachas. Rumata saco la espada.
— ?Atras! — dijo friamente.
A sus espaldas oyo un quejido corto y ahogado provinente de la alcoba. Mal van las cosas, penso Rumata. No comprendo nada de lo que esta ocurriendo. Se deslizo hacia un rincon, y se parapeto tras una mesa. Los milicianos fueron penetrando en la habitacion. Serian unos quince, y jadeaban fatigosamente. Al frente de ellos iba un teniente de ajustado uniforme gris con la espada desenvainada.
— ?Don Rumata! — dijo el teniente con entrecortada voz -. ?Quedais arrestado! ?Entregad vuestra espada!
Rumata se echo a reir.
— ?Cogedla! — respondio, mirando de soslayo hacia la ventana.
— ?Detenedlo! — ordeno el oficial.
Quince cebados mamelucos armados con hachas no eran demasiados para un esgrimidor cuya tecnica no seria dominada alli hasta dentro de tres siglos. El grupo avanzaba y retrocedia. Varias hachas yacian ya por el suelo. Dos milicianos se retiraron prudentemente, con sus desconyutados brazos fuertemente apretados contra la barriga. Rumata era un maestro en la defensa en abanico, que hace que el acero en rotacion forme ante los atacantes una barrera continua que parece imposible franquear. Los Grises resoplaban y se miraban indecisos los unos a los otros. Apestaban a cerveza y a cebolla.
Rumata separo un poco la mesa y se deslizo cuidadosamente hacia la ventana. Desde las filas traseras alguien le lanzo un cuchillo, pero no le alcanzo. Rumata se echo a reir, puso un pie en el antepecho de la ventana y dijo:
— Si os acercais de nuevo os cortare las manos. Ya me conoceis.
Lo conocian, por supuesto. Lo conocian perfectamente, y nadie intento moverse de su sitio, a pesar de las voces e improperios que les dirigia el oficial, que no por ello era menos cauto. Rumata acabo de ponerse de pie sobre el antepecho de la ventana y siguio amenazando con la espada, pero en aquel instante alguien desde el patio le arrojo una pesada jabalina que fue a golpearle de lleno en la espalda. El impacto fue terrible. La jabalina no pudo perforar la cota de malla metaloplastica, pero hizo que Rumata cayera del antepecho al suelo de la estancia. Aunque no perdio la espada, quedo casi indefenso. Los milicianos se lanzaron en bloque sobre el. Juntos debian pesar mas de una tonelada, pero se estorbaban mutuamente, y consiguio ponerse en pie. Le dio un punetazo a un par de labios babosos, mientras apresaba con el codo a un tipo que empezo a chillar como un conejo. Rumata daba sin cesar golpes con los codos, los punos y los hombros (ya hacia tiempo que no se sentia tan libre), pero no consiguio quitarse de encima a sus enemigos. Hizo un terrible esfuerzo y, arrastrando tras si un monton de cuerpos humanos, se dirigio hacia la puerta. Por el camino tuvo que agacharse para soltarse de los que se agarraban a sus piernas. Luego sintio un seco golpe en un hombro y se desplomo de espaldas. Bajo el se debatieron algunos aplastados. Rumata volvio a ponerse en pie, dando golpes cortos con todas sus fuerzas y haciendo que los milicianos salieron despedidos hacia las paredes, braceando y pateando. Ante el aparecio la desfigurada cara del teniente, que llevaba por delante una ballesta descargada, y en aquel momento se abrio la puerta y vio venir a su encuentro un nuevo grupo de jetas sudorosas. Le echaron una red, sus piernas se enredaron con las cuerdas y se vio derribado.
Dejo de defenderse. Prefirio economizar fuerzas. Durante algun tiempo lo patearon eficaz y silenciosamente, respirando de modo acompasado. Luego lo cogieron por los pies y lo arrastraron. Mientras lo llevaban de esta forma pasaron por delante de la puerta de la alcoba del principe, que estaba abierta. Rumata pudo ver al Ministro del Patrimonio clavado a la pared, atravesado por una pica, y un monton de sabanas ensangrentadas en la cama. Esto es un golpe de Estado, penso. Pobre chico. Perdio el conocimiento mientras lo arrastraban hacia abajo por la escalera.
VII
A Rumata le parecio que estaba tendido en un monticulo cubierto de hierba, y que veia pasar sobre el unas nubes blancas por un cielo muy azul. Se sentia enormemente tranquilo, pero en otro monticulo a su lado sentia un punzante dolor de huesos. El dolor estaba al mismo tiempo fuera y dentro de el, principalmente en su costado izquierdo y en la nuca. Alguien grito: «?Esta muerto acaso? ?Si es asi os corto la cabeza!». Entonces una masa de agua helada se desplomo sobre el desde el cielo. Y efectivamente estaba tendido de espaldas y mirando al cielo, pero no en un monticulo sino en medio de un charco, y el cielo no era azul sino negro y pesado como el plomo y lleno de reflejos rojizos. «Tonterias», dijo otra voz. «Esta vivo. Vedlo: parpadea.» El que esta vivo soy yo, penso Rumata. Soy yo el que parpadea. ?Pero por que hablan asi?
Alguien se movio junto a Rumata, chapoteando pesadamente en el agua. Sobre el cielo se recorto la negra silueta de una cabeza con un casco puntiagudo.
— Bien, noble Don: ?deseais ir andando, o preferis que os llevemos a rastras?
— Desatame los pies — dijo malhumoradamente Rumata, sintiendo como le dolian los partidos labios. Se paso la lengua por ellos y penso: vaya labios; deben parecer un par de bunuelos. Empezaron a desatarle las piernas, dandole tironazos y retorciendoselas sin la menor contemplacion. Mientras, a su lado seguian hablando: