Gaspar, Melchor y Baltasar - Tournier Michel. Страница 17
Si, es una sublime maravilla este nuevo templo que hace a Herodes el Grande igual y quiza superior a Salomon. Ya puede imaginarse que turbacion provocaba en mi cabeza de principe destronado, que tempestad causaba en mi corazon de huertano el espectaculo de tanto esplendor, de tanto poderio, tambien de tanto horror grandioso.
Sin embargo, fue algo muy distinto cuando al decimo dia nos informaron que, por orden del rey, el gran chambelan nos invitaba a la cena que iba a celebrarse aquella noche en el gran salon del trono. Estabamos seguros de que Herodes compareceria en ella, aunque nada lo indicase la formula de la invitacion, como si el tirano hubiese querido rodearse de misterio hasta el ultimo momento.
Y no obstante, ?lo confesare? ?Cuando entre en el salon, al principio no vi ni reconoci a Herodes! Yo imaginaba que llegaria tarde, el ultimo, para hacer mas solemne su entrada. Pero entonces me dijeron que tal cosa hubiese sido contraria a las reglas de la hospitalidad judia, que exigen que el dueno de la casa este presente para recibir a sus invitados. Claro que el rey, tendido en un divan de ebano rebosante de almohadones, conversaba, aparentemente de forma confidencial, con un anciano de piel muy blanca que estaba tendido a su lado, y cuyo rostro noble y puro contrastaba de modo impresionante con el rostro sacudido por muecas y estragado del rey. Luego me dijeron que se trataba del famoso Manahel, vidente, oniromantico y nigromante esenio al que Herodes consultaba continuamente desde que Manahem le dio una palmada en la espalda cuando tenia quince anos llamandole rey de los judios. Pero una vez mas, al no sospechar la presencia de Herodes, al principio solo vi el reflejo mil veces repetido de un bosque de antorchas encendidas en las bandejas de plata, los frascos de cristal, los platos de oro, las copas de sardonice.
Abriendose paso por entre la multitud de criados que se atareaban en torno a las mesitas y los divanes, el mayordomo se precipito al encuentro del cortejo precedido por Baltasar y Gaspar, y en el que se mezclaban sus respectivos sequitos, el blanco y el negro, tan reconocibles, a pesar del desorden, como dos cordones de colores distintos estrechamente trenzados. Los dos reyes ocuparon los lugares de honor a ambos lados del lecho en el que conversaban Herodes y Manahem, y yo me instale lo mejor que pude entre mi preceptor Baktiar y el joven Asur, un poco apartado, frente al espacio libre, en forma de herradura, que separaba las mesas del gran ventanal, que se abria a un rincon de Jerusalen nocturno y misterioso. Nos sirvieron vino aromatizado con escarabajos dorados que habian asado a la parrilla con sal. Tres tanedoras de arpa proporcionaban, por entre el rumor de las conversaciones y los ruidos de la vajilla, un fondo sonoro armonioso y monotono. Un enorme perro canelo, que nadie sabia de donde habia salido, provoco el desorden y las risas, hasta que un esclavo se lo llevo. Vi a un hombrecillo de pelo rizado, carilleno y con las mejillas rosadas, ya no muy joven, envuelto en una tunica blanca sembrada de flores, llevando un laud bajo el brazo, y se inclino ante Herodes. Este se interrumpio para concederle un instante de atencion, y luego dijo: «Si, pero mas tarde». Era el narrador oriental Sangali, maestro del mashal, que procedia de la costa de los Malabares. Si, mas tarde, en efecto, llegaria la hora de la palabra, porque antes ibamos a comer. Se abrieron de par en par las puertas para dejar pasar unos carritos en los que humeaban platos y marmitas. La costumbre exigia aqui que todo estuviese al mismo tiempo a disposicion de los comensales. Trajeron higados de platijas mezclados con lecha de lampreas, sesos de pavos reales y faisanes, ojos de musmones y lenguas de crias de camello, ibis rellenos de jengibre, y sobre todo un abundante guiso cuya oscura salsa, todavia hirviente, cubria vulvas de yegua y genitales de toros. Los brazos desnudos con ganchudos dedos se tendian hacia los platos. Las mandibulas se movian, los dientes desgarraban, las nueces subian por el esfuerzo de la deglucion. Mientras, las tres arpistas continuaban con sus acordes aereos. Guardaron silencio a un ademan del mayordomo cuando los criados trajeron un gran marco de acero atravesado por una docena de espetones en los que giraban, chorreando grasa, aves de carne blanca y apretada. Herodes se habia interrumpido y sonreia en silencio por entre su rala barba. Los asadores descargaron los espetones en los platos, y con la ayuda de afilados cuchillos partieron en dos cada una de las aves. Estaban rellenas de setas negras en forma de cono.
– Amigos mios -grito Herodes-. Os invito a hacer honor a este plato delicado, historico y simbolico, que no dudare en elevar a la dignidad de plato nacional del reino de Herodes el Grande. Se invento bajo el imperio de la necesidad hace unos treinta anos. Fue poco despues de la guerra que yo libraba contra Malco, rey de Arabia, por instigacion de la reina Cleopatra. Un temblor de tierra convirtio en pocos minutos toda Judea en un monton de ruinas, matando a treinta mil personas e inmensas cantidades de ganado. Solo se beneficiaron de la catastrofe los buitres y los arabes. Mi ejercito, que vivaqueaba al raso, no sufrio las consecuencias del seismo. Sin embargo, mande inmediatamente a Malco unos emisarios de paz, arguyendo que en semejantes circunstancias era mejor que renunciaramos a batirnos. Pero Malco, queriendo aprovecharse de la situacion, hizo asesinar a mis enviados y se apresuro a atacarme. Su proceder fue abominable. Era yo quien le habia salvado de la esclavitud a la que queria reducirle Cleopatra. Para conseguir la paz, pague entonces doscientos talentos, y me comprometi a entregar mas tarde una suma equivalente, sin que ello costase a Malco ni un solo denario. Y ahora suponiendo que yo me veia reducido a la impotencia por el seismo, mandaba sus tropas contra mi. No le espere. Cruce el Jordan y le acometi con la rapidez del rayo. En tres batallas hice trizas su ejercito. Y naturalmente no acepte ninguna negociacion, ninguna propuesta de rescate de prisioneros. Exigi y obtuve una capitulacion sin condiciones.
»En estas circunstancias gloriosas y dramaticas, mis cocineros, agotados ya todos los recursos, un buen dia me sirvieron un ave asado con setas. El ave era un buitre, y las setas trompetas de los muertos. Me rei mucho. Lo probe. ?Era delicioso! Hice prometer a mis intendentes que la vez siguiente me servirian al mismo Malco, a pesar de que se nos prohibe comer carne de cerdo.
La chanza provoco grandes carcajadas entre los invitados. Herodes tambien se reia, cogiendo con las manos la osamenta del buitre asado que un esclavo habia puesto ante el. Todo el mundo le imito. Sirvieron vino en las crateras. Durante un rato solo se oyo el crujido de los huesos. Mas tarde hicieron circular bandejas de pasteles de miel, montones de granadas y de uva, de higos y de mangos. Entonces la voz del rey se elevo de nuevo, dominando el tumulto. Reclamaba la presencia de aquel narrador oriental que habiamos visto al comienzo del banquete. Le llamaron. Su aire candido y fragil contrastaba con los semblantes ahitos y feroces que le rodeaban. Hubierase dicho que su evidente candidez excitaba la crueldad de Herodes.
– Sangali, puesto que tal es tu nombre, vas a contarnos un cuento -ordeno-?Pero cuidado con lo que dices, que no se te ocurra aludir involuntariamente a algun secreto de Estado! Que sepas que te juegas las dos orejas en esta empresa. Te ordeno, pues, por tu oreja derecha…
Parecio que estaba pensando cuidadosamente lo que queria ordenarle. Por eso desencadeno una tempestad de risas cuando termino la frase:
– … que me hagas reir. Y por tu oreja izquierda te ordeno que me cuentes una historia en la que intervenga un rey, si, muy sabio y muy bueno, al que sus herederos daban muchas preocupaciones. Eso es: un rey que ya es viejo y que se preocupa por su herencia. Si me hablas de otra cosa y no me haces reir, saldras de aqui desorejado, como lo fue antano Hircan II, a quien su sobrino Antigono mutilo con sus propios dientes» para impedir que llegase a ser sumo sacerdote.
Hubo un silencio.
– Ese rey cuya historia quieres oir -dijo por fin Sangali con voz intrepida- se llamaba Barbadeoro.
– ?Adelante con Barbadeoro! -aprobo Herodes-. Escuchemos la historia de Barbadeoro y de sus herederos, porque, sabedlo, amigos mios, en este momento nada me interesa tanto como las cuestiones de herencia.