¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер. Страница 56
- Es verdad -dijo Robert Jordan-. Esa es la carótida. «De manera -pensó- que lleva eso siempre encima como una contingencia prevista y aceptada.»
- A mí me gustaría más que me matases tú -dijo María-. Prométeme que si llega la ocasión me matarás.
- Claro que sí -dijo Robert Jordan-; te lo prometo.
- Muchas gracias -dijo María-. Ya sé que no es fácil.
- No importa -dijo Robert Jordan.
«Te olvidas de todas esas cosas; te olvidas de las bellezas de la guerra civil cuando te pones a pensar demasiado en tu trabajo. Te habías olvidado de esto. Bueno, es natural. Kashkin no pudo olvidarlo y fue lo que estropeó su trabajo. ¿O crees que el chico tuvo algún presentimiento? Es curioso, pero no experimenté ninguna emoción al matar a Kashkin. Pensaba que algún día acabaría sintiéndola. Pero hasta ahora no había sentido nada.»
- Hay otras cosas que puedo hacer por ti -dijo María, que andaba muy cerca de él, hablando de una manera muy seria y femenina.
- ¿Aparte de matarme?
- Sí, podría liarte los cigarrillos cuando no tengas paquetes. Pilar me ha enseñado a liarlos muy bien, apretados y sin desperdiciar tabaco.
- Estupendo -dijo Robert Jordan-. ¿Les pasas, además, la lengua?
- Sí -dijo la muchacha-, y cuando estés herido podré cuidarte, vendar tu herida, lavarte y darte de comer.
- Quizá no llegue a estar herido -dijo Robert Jordan.
- Entonces, cuando estés enfermo podré cuidar de ti y hacerte sopitas y limpiarte y hacer todo lo que te haga falta. Y puedo leerte también.
- Quizá no llegue a ponerme enfermo.
- Entonces te llevaré el café por la mañana, cuando te despiertes.
- A lo mejor no me gusta el café -dijo Robert Jordan.
- Pues claro que te gusta -dijo la muchacha alegremente-. Esta mañana has tomado dos tazas.
- Suponte que me canso del café, que no hay necesidad de matarme ni de vendarme, que no me pongo enfermo, que dejo de fumar, que tengo sólo un par de calcetines y que cuelgo yo mismo mi saco para que se airee. ¿Qué harás entonces, conejito? -preguntó dándole golpecitos cariñosos en la espalda-. ¿Qué harás?
- Entonces puedo pedirle las tijeras a Pilar y cortarte el pelo.
- No me gusta que me corten el pelo.
- Tampoco a mí -dijo María-. Y me gusta el pelo como lo llevas. Bueno, pues si no hay nada que hacer por ti, me sentaré a tu lado, te miraré y por la noche haremos el amor.
- Bueno -dijo Robert Jordan-; ese último proyecto es muy sensato.
- A mí también me lo parece -dijo María, sonriendo-, inglés.
- No me llamo inglés; mi nombre es Roberto.
- Bueno, pero yo te llamo inglés como te llama Pilar.
- Pero me llamo Roberto.
- No -insistió firmemente ella-. Te llamas inglés; hoy, te llamas inglés. Y dime, inglés, ¿puedo ayudarte en tu trabajo?
- No, lo que tengo que hacer tengo que hacerlo yo solo y con la cabeza muy despejada.
- Bueno -preguntó ella-. ¿Y cuándo terminas?
- Esta noche, si tengo suerte.
- Bien.
Delante de ellos se extendía la enorme porción boscosa que los separaba del campamento.
- ¿Qué es eso? -preguntó Robert Jordan, señalando con la mano.
- Es Pilar -contestó la muchacha, mirando hacia donde él señalaba-. Seguro que es Pilar.
En el extremo inferior del prado, donde comenzaban a crecer los primeros árboles, había una mujer sentada, con la cabeza apoyada en los brazos. Parecía un bulto entre los árboles, un bulto negro entre los árboles de un gris más claro.
- Vamos -dijo Jordan; y empezó a correr hacia ella entre la maleza, que le llegaba a la altura de la rodilla. Era difícil avanzar, y después de haber recorrido un trecho, retrasó el paso y se fue acercando más despacio. Vio que la mujer tenía apoyada la cabeza en los brazos y los brazos sobre el regazo y parecía un bulto inmenso y oscuro, apoyado junto al tronco del árbol. Se acercó a ella y dijo: «Pilar» en voz alta.
La mujer levantó la cabeza y se quedó mirándole.
- ¡Oh! -dijo-. ¿Habéis terminado?
- ¿Estás mala? -preguntó Jordan, tuteándola de repente e inclinándose hacia ella.
- ¡Qué va! -contestó-. Me quedé dormida.
- Pilar -dijo María, que llegaba corriendo, arrodillándose junto a ella-. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
- Me encuentro estupendamente -dijo Pilar, sin moverse. Los miró con fijeza a los dos-. Bueno, inglés -añadió-, ¿has hecho cosas que merezcan la pena?
- ¿Se encuentra usted bien? -insistió Robert Jordan, haciendo caso omiso de su pregunta.
- ¿Cómo no? Me quedé dormida. ¿Habéis dormido vosotros?
- No.
- Bueno -dijo Pilar a la muchacha-. Parece que la cosa te sienta bien.
María se sonrojó y no dijo nada.
- Déjala en paz -dijo Robert Jordan.
- Nadie te ha hablado a ti -contestó Pilar-. María -insistió, y su voz se había hecho dura. La muchacha no se atrevió a mirarla-. María -insistió la mujer-, parece que te sienta bien.
- Déjela en paz -dijo Jordan.
- Cállate tú -dijo Pilar, sin molestarse en mirarle-. Escucha, María, dime solamente una cosa.
- No -dijo María, y negó con la cabeza.
- María -dijo Pilar, y su voz se había hecho tan dura como su rostro y su rostro se había vuelto enormemente duro-. Dime una cosa por tu propia voluntad.
La muchacha volvió a negarse con la cabeza.
«Si no tuviese que trabajar con esta mujer -pensó Robert Jordan- y con el borracho de su marido y su condenada banda, acabaría con ella a bofetadas.»
- Vamos, dímelo -rogó Pilar a la muchacha.
- No -dijo María-. No.
- Déjela en paz -volvió a decir Robert, con una voz que no parecía la suya. «De todas maneras voy a abofetearla, y al diablo con todo.»
Pilar no se molestó siquiera en contestarle. No era como la serpiente hipnotizando al pajarillo o como el gato. No había nada en ella de afán de rapiña. Ni tampoco nada de perversión. Era como un desplegarse de algo que ha estado enroscado demasiado tiempo, como cuando se despliega una cobra. Robert Jordan podía ver cómo se producía; podía sentir la amenaza de aquel despliegue. De un despliegue que no era, sin embargo, un deseo de dominio, que no era maldad; sino sencillamente curiosidad. «Preferiría no presenciar esto -pensó Robert Jordan-; pero, de todas formas, no es asunto como para acabar con él a bofetadas.»